La perversa dinámica de la política de bloques tiene consecuencias. Las muestras de desprecio y desconsideración son cada vez más habituales en los plenos parlamentarios, y el riesgo de que la animadversión se materialice más allá de la palabra es tan real que se expresó en Madrid.
Durante un debate aparentemente inocuo sobre el hipódromo de la capital, el concejal socialista Daniel Viondi se acercó al asiento del alcalde, José Luis Martínez-Almeida, para tocarle la cara con actitud amenazadora. La bancada popular expresó su enfado. Y Almeida, con buen criterio, no hizo la vista gorda. Aprovechó su turno en la tribuna para condenar lo que tiene que comprenderse como una agresión inadmisible y deshonrosa para toda la Cámara y todos los madrileños.
Salta a la vista que la política española ya ha sobrepasado el estadio de la descortesía y la zafiedad, y que ha entrado en una fase de intimidación que es el preámbulo de la violencia verbal y física, de una u otra intensidad. El episodio vivido ayer es particularmente preocupante y merecedor de una respuesta aleccionadora. Por eso es de valorar la rapidez de Juan Lobato, secretario general de los socialistas madrileños, para disculparse ante el alcalde y abominar la acción de un concejal al que forzaron, como primera medida, a renunciar a su acta.
Todos los políticos deben imitar la actitud de Lobato, que reivindicó la virtud de dar "buen ejemplo" y conservar "el respeto y la educación siempre". El PSOE hizo lo correcto. Porque en los modales y las formas va buena parte de la calidad democrática y la convivencia pacífica de los países.
Con Viondi llueve sobre mojado. El concejal ya amenazó en el pasado a un diputado de Unidas Podemos con "arrancarle la cabeza" después de una intervención. Pero su afrenta no es un caso aislado. El espíritu frentista comienza a amontonar en la hemeroteca noticias para la alarma. Hay constantes ejemplos de profundo desprecio entre representantes públicos, como la negativa de la presidenta de las Cortes Aragonesas, Marta Fernández (Vox), a saludar a una ministra, Irene Montero, y a una secretaria de Estado, Ángela Rodríguez.
Este propósito deliberado de desdén debería provocar, de manera tajante, la condena y la retirada del apoyo del PP a la presidencia de Fernández.
Hay, casi a diario, insultos intolerables. Es imposible pasar por alto que la ahora expresidenta del PSOE sevillano llamó al popular Juan Bendodo "judío nazi". O que, esta misma semana, un vocal de la Ejecutiva Federal del PSOE se dirigió a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, como "unineuronal" y "genocida de abuelos". Tampoco tendría que dejar pasar la oportunidad ningún dirigente, sea popular o socialista, de corregir a quienes emplean términos deshumanizadores o degradantes contra sus adversarios políticos.
Hay ejemplos de intimidación que superan la violencia verbal para acercarse a la física. Hace una semana, Joan Baldoví se levantó de su escaño en las Cortes Valencianas para plantarse intimidatoriamente ante una diputada de Vox. Y hay, entre tanto, una naturalidad para la difamación y la mentira indigna de nuestra democracia. Óscar Puente, sin ir más lejos, empleó la tribuna del Congreso durante el debate de investidura para hacer acusaciones gravísimas contra el candidato Feijóo, al que vinculó con el narcotráfico, y contra el expresidente Aznar, al que señaló como "instigador" del atentado terrorista del 11-M, en el que murieron 193 personas.
Puesto que son incapaces de pactar entre sí, lo mínimo a exigir es que PP y PSOE atajen esta escalada de intimidación y visceralidad por activa y por pasiva. Como partidos de Estado, tienen la responsabilidad de velar por las buenas formas. Los monstruos del bloquismo y el frentismo son cada vez mayores, y tienen que contenerlos antes de que sea tarde. La historia de España debería servir como acicate y como recordatorio. Se empieza con palabras. Se sigue con cachetes. Y se acaba en una espiral incontrolable de violencia.