Desde que comenzó a hacerse evidente el descalabro de las tropas invasoras, muchos analistas especularon con la posibilidad de que Vladímir Putin, junto a las trincheras en el frente ucraniano, hubiera empezado a cavar su propia tumba política.
La sublevación del grupo Wagner este sábado, que ha traído reminiscencias de 1905 y (como el propio Putin ha reconocido) hasta de 1917, ha supuesto el mayor desafío contra el presidente ruso en los más de 23 años que lleva en el poder. Y marca un nuevo hito en la humillación de Putin ante su propio país y ante la comunidad internacional.
Porque se ha mostrado impotente para reprimir la rebelión encabezada por Yevgueni Prigozhin, cuyo batallón ha avanzado prácticamente sin resistencia desde que en la medianoche del sábado cruzaran la frontera ucraniana y tomaran Rostov, el cuartel general militar del distrito sur de las Fuerzas Armadas rusas y un centro logístico clave.
Ya constituye una anomalía de por sí la subcontratación de los servicios militares en una milicia privada de alquiler, algo inimaginable en una democracia funcional. Además de un error garrafal, en la medida en que Wagner, después de meses arrastrando un malestar in crescendo con la cúpula militar rusa por sangrías como la de Bakhmut, ha acabado entrando en competición con las tropas de Putin. Y amotinándose contra el gobierno que lo contrató.
Que un grupo paramilitar integrado por exconvictos, reclutas de las cárceles y criminales de guerra haya sido capaz de poner en jaque, con un golpe de hábil orquestación y rápida ejecución, a la autoproclamada segunda potencia militar del mundo, pone de manifiesto la fragilidad del ejército ruso. Los voluntarios de Prigozhin han demostrado ser más disciplinados, capaces y efectivos que el propio ejército regular ruso.
Ciertamente, no cabe llamarse a error con Prigozhin. El líder de los mercenarios ni mucho menos encarna una insurrección para liberar a Rusia del mando despótico del tirano sanguinario. Muy al contrario, también él es un carnicero abominable cuyo programa no pasa de derrocar al actual ministro de Defensa y a la jefatura del Estado Mayor para acometer una campaña aún más agresiva en Ucrania.
Pero, inevitablemente, que la columna del convoy de mercenarios se haya quedado casi a las puertas de Moscú supone una demostración de fuerza que deja muy debilitado el liderazgo de Putin. La activación de un "régimen de operación antiterrorista" para blindar la capital y el despliegue de contingentes para intentar entorpecer la llegada de los mercenarios prueba que el nivel de alerta en el Kremlin es máximo.
Y poco importa que el jefe de Wagner ordenase en la noche del sábado a sus hombres que regresaran a sus bases y detuviesen el avance hacia Moscú. Aunque ahora se inicien negociaciones para desescalar la tensión (con la mediación del bielorruso Alexandr Lukashenko), ya nada puede borrar la imagen de perro ladrador e incapaz de morder ni en su entorno más directo que pesa sobre Putin. Una humillación que sería doble si, como apuntan algunas fuentes, Prigozhin hubiera logrado forzar un acuerdo con el Kremlin para realizar cambios en el Ministerio de Defensa.
Además, al denunciar el abandono y la incompetencia de los altos mandos militares, Prigozhin ha contribuido de paso a echar por tierra el por otro lado inverosímil relato del Kremlin para justificar su "operación militar especial". Después de que alguien interno como el jefe mercenario haya desmontado la pantomima de la "desnazificación" de Ucrania, ya no cabe ninguna duda de que las motivaciones del Kremlin, lejos de responder a una legítima defensa frente a una supuesta expansión de la OTAN, no eran más que una ensoñación neoimperialista para reflotar un decadente régimen cleptocrático.
Pase lo que pase a partir de ahora, es imposible que Putin vaya a salir reforzado de este episodio. El desmoronamiento de su poder de intimidación podría aún agravarse si se confirma que ha huido de Moscú.
Además, Putin ha regalado a Ucrania una oportunidad en el peor tiempo posible para las Fuerzas Armadas rusas. Las tropas de Zelensky sin duda aprovecharán este momento de debilidad para relanzar una contraofensiva a la que le estaba costando arrancar.
Así, a la guerra de Ucrania se le suma ahora una guerra interna con potencial de derivar en una guerra civil. Porque la vulnerabilidad que ha demostrado el Kremlin a buen seguro está alentando el crecimiento de las fisuras internas. Y nada permite asegurar que el dictador no vaya a perder el apoyo de su ejército y de sus ciudadanos.
Técnicamente, Rusia ya es un Estado fallido en el que el gobierno no controla partes de su territorio y donde un señor de la guerra es capaz de disputarle la autoridad al presidente. Si Putin alberga una división de esta envergadura dentro de su propia casa, es imposible que pueda ganar una guerra.