De la intervención de Pedro Sánchez ayer ante sus diputados tras la debacle del PSOE en las elecciones municipales y autonómicas queda la duda de qué resulta más inquietante: si la media hora de soflamas radicales y acusaciones infundadas contra la oposición, o si los dos minutos y medio de efusivos aplausos de los parlamentarios socialistas, que proyectaron una imagen más propia de China que de España. Que escoja cada uno. Lo que queda claro, en cualquier caso, es que Sánchez se ha echado al monte. Y el proceso emprendido no tiene vuelta atrás.
Porque su carrera hacia la presidencia comenzó con la agitación de las bases socialistas para imponerse a los barones del partido, lo que le condujo a una improbable victoria. Pero eso no le impidió presentarse a sus primeras elecciones ante los españoles como un político comprometido con el sosiego parlamentario y contra la corrupción, poco interesado en las extravagancias propositivas de Unidas Podemos, decidido a traer de vuelta al prófugo Carles Puigdemont, implacable contra los nacionalistas catalanes y vascos.
Sánchez se ha ocupado, en una sola legislatura, de demostrar que aquello no fue más que un artificio.
No es necesario recordar que, tras asegurar que pactar con Unidas Podemos le impediría conciliar el sueño, se abrazó a Pablo Iglesias y selló una duradera alianza de Gobierno. Tampoco que su lucha contra la corrupción se volvió selectiva, pues reformó el Código Penal a medida de los golpistas y malversadores catalanes, y que su batalla contra los nacionalistas ha proporcionado a ERC más poder del que gozó nunca, así como un perturbador lavado de cara de EH Bildu, tan envalentonado que incluyó a terroristas de ETA en sus listas municipales.
No hay, en fin, vuelta atrás. Sánchez ha emprendido una huida hacia delante que los españoles saben cómo empieza, pero no cómo acabará. Durante el discurso de ayer, estudiado para que fuera ante senadores y diputados y no ante los barones socialistas castigados por su campaña electoral, Sánchez confesó que la decisión de adelantar las elecciones generales a julio tuvo un único asesor: su conciencia. Lo lógico es que Sánchez, después de condenar a la derrota a muchos presidentes regionales y alcaldes del PSOE, hubiese reunido al Comité Federal para replantear el rumbo del partido. En cambio, prefirió consultarse a sí mismo.
Pero no es este el único rasgo caudillista de un presidente en apuros. Ayer igualó el PP a Vox y lo definió como "derecha extrema". Comparó a un candidato moderado y pausado como Alberto Núñez Feijóo con el autócrata húngaro Viktor Orbán o el ultraderechista brasileño Jair Bolsonaro, al tiempo que exclamó que el expresidente gallego está inspirado por Donald Trump. Dibujó un escenario donde los medios de comunicación están de parte del poder y contra un presidente del Gobierno justo y desamparado. Advirtió de que el PP, con su espíritu trumpista, está dispuesto a difundir bulos. Y deslizó que Feijóo pretende corromper la democracia y asaltar las instituciones si los resultados no acompañan.
Sorprende que Sánchez acuse de trumpismo al adversario a la vez que aplica, punto por punto, el manual del expresidente republicano. Muy pocos españoles caerán en la treta de comparar a Feijóo con Trump, cuando su ideario encajaría en el programa de cualquier candidato del Partido Demócrata. En cambio, casi todos los ciudadanos se alarmarán por un presidente del Gobierno que falsea la realidad para demonizar al contrincante, enturbia peligrosamente la vida pública y crea una dicotomía inverosímil. O sanchismo o fascismo. O yo o el caos.
Con su podemización, Sánchez no sólo regala el centro a Feijóo. El candidato socialista debió sacar algo en claro de la derrota de Iglesias en la Comunidad de Madrid. Al echarse al monte, Sánchez se lo pone fácil a los españoles.