Es difícil desligar el acuerdo al que han llegado PSOE, Podemos, ERC y EH Bildu para la aprobación de la nueva ley de la vivienda de los comicios autonómicos y municipales del próximo 28 de mayo. Porque la nueva norma, que descarga la responsabilidad de la aplicación de algunos de sus preceptos en unas comunidades que tienen parte de las competencias en materia inmobiliaria, obligará a retratarse al PP en su contra.
Los socios parlamentarios del PSOE son los que menos han tardado en atribuirse el mérito del pacto, que han compartido públicamente con Podemos. Y lo cierto es que el espíritu de la norma está mucho más cercano al del populismo de extrema izquierda que al de un partido socialdemócrata como el PSOE.
La ley, que aspira a acabar con las dificultades de acceso a la vivienda de al menos una parte de la ciudadanía española, topa la revalorización de los alquileres al 2% en 2023 y al 3% en 2024. A partir de 2025, el tope se establecerá sobre la base de un nuevo índice de referencia. La ley también rebaja el número de viviendas necesarias para ser considerado "gran tenedor" de diez a cinco inmuebles, carga al propietario con los gastos de la agencia inmobiliaria, dificulta los desahucios de los inquilinos morosos y eleva la reserva de suelo para vivienda protegida del 30 al 40% en suelo urbanizable.
En la práctica, como explica hoy EL ESPAÑOL, y a pesar de las medidas que se prevé que incluya la norma para evitar un desplome de la oferta, la nueva ley de vivienda generará unos efectos muy similares a los de la renta antigua franquista en la España de los años 60 y 70.
De hecho, el preámbulo de la Ley de Arrendamientos Urbanos franquista de 1964 coincide casi a la perfección con las tesis de la nueva ley de vivienda socialista: "El movimiento liberalizador de la propiedad urbana ha de atemperarse, no sólo al ritmo determinado por las circunstancias económicas del país, sino también a las exigencias ineludibles de la justicia social".
Tal y como ha ocurrido en todas las ciudades donde se han implantado medidas intervencionistas de este calado, como París, Berlín o, muy especialmente, Barcelona, es previsible que esta nueva norma genere una reducción de la oferta, que quedará reducida a pisos de inferior calidad y en peor estado de mantenimiento; una subida de los precios en los alquileres nuevos; y una inseguridad jurídica que ahuyentará a los inversores, retraerá a los propietarios e impedirá a los más vulnerables el acceso a inmuebles dignos a precios razonables.
A falta de conocer la redacción concreta de la nueva ley, lo que es evidente ya es que la norma descargará en las espaldas de los ciudadanos la responsabilidad de garantizar el derecho a la vivienda de sus vecinos, librando al gobierno de esa responsabilidad en muy buena parte.
Pero las dificultades en el acceso a la vivienda no son producto de la avaricia de los propietarios, como defiende el relato de los partidos que han pergeñado la ley, sino de la negativa de buena parte del arco político español, tanto a derecha como a izquierda, y por motivos ideológicos, a aprovechar el terreno sobrante en España para urbanizar y construir nuevas viviendas, la única solución efectiva para la reducción de los precios.
La nueva ley incrementará además la inseguridad jurídica de los propietarios hasta extremos desincentivadores y lastrará su capacidad para obtener rentabilidad del alquiler de sus propiedades. La suma de ambas será letal para el mercado del alquiler.
A la espera de los posibles recursos que puedan interponer los propietarios o los partidos contrarios a la ley cuestionando la constitucionalidad de unas medidas que limitan seriamente el derecho de propiedad y restringen el libre mercado, parece también obvio que con esta norma el Gobierno ha pretendido convertir el mercado de la vivienda en un espacio tutelado por el Estado.
El Gobierno, de hecho, puede conocer ya cuáles serán los efectos de su ley en la España de dentro de unos años comparando los mercados de Barcelona, donde opera una normativa muy similar a la de esta nueva norma, y el de Madrid, donde el mercado está mucho más liberalizado, siendo está última una ciudad con el doble de habitantes que Barcelona. En Madrid, los alquileres se incrementaron en 2022 un 11,2%. En Barcelona, un 25,7%, convirtiéndola en la ciudad española donde más dificultades sufren los ciudadanos para acceder a una vivienda.
Pocas veces se tiene la oportunidad de poder echarle un vistazo al futuro para saber qué nos deparará una decisión determinada. El Gobierno tiene hoy ese privilegio. Sólo debe analizar el caso de la Barcelona de Ada Colau.