El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, se ha sumado al rechazo al proyecto de la Superliga de los grandes clubes europeos de fútbol a rebufo de Boris Johnson y Emmanuel Macron, los dos líderes europeos que menos han tardado en posicionarse en contra del proyecto liderado por Florentino Pérez.
Como ha explicado el Ejecutivo, "el Gobierno de España no apoya la iniciativa de crear una Superliga de fútbol promovida por varios clubes europeos, entre ellos tres españoles, por entender que ha sido pensada y propuesta sin contar con las organizaciones representativas de este deporte, tanto a nivel nacional como internacional".
Un reproche al que sólo se puede responder con el argumento de que esas organizaciones representativas no tienen mayor influencia en las decisiones de los clubes a los que dicen representar que la que estos admitan libremente.
Cuestión aparte son las represalias que esas organizaciones, y entre ellas las federaciones nacionales de fútbol y la UEFA, puedan adoptar contra los doce clubes socios de la Superliga y sus jugadores.
El hecho, sin embargo, de que sea la UEFA la que está amenazando con prohibir a los jugadores de los doce clubes de la Superliga jugar con sus selecciones nacionales, y no los clubes los que están amenazando a la UEFA, es la mejor prueba posible de quién tiene todas las de perder en este asunto.
Adaptarse o morir
"El fútbol tiene que evolucionar, adaptarse a los tiempos que vivimos" dijo el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, ayer en el programa El chiringuito.
"El fútbol ha ido perdiendo interés, las audiencias y los derechos televisivos han bajado" añadió luego. "Había que hacer algo y la pandemia nos ha dicho que lo teníamos que hacer ya. Estamos todos arruinados. El fútbol es el único deporte global y estos doce clubes tenemos aficionados en todos los lugares".
Florentino Pérez tocó también el punto clave en este debate: la desconexión de las nuevas generaciones con el fútbol y los privilegios adquiridos, tan eternos como si hubieran sido atesorados por derecho divino, por los viejos gestores del negocio del fútbol. Gestores, por cierto, que no corren riesgo empresarial alguno, ocurra lo que ocurra en las competiciones que controlan.
"¿Por qué el 40% de los jóvenes entre 16 y 24 años no tienen interés por el fútbol? Porque hay muchos partidos de escasa calidad y tienen otras plataformas donde distraerse. Hacemos esto para salvar el fútbol en un momento crítico. Pero hay personas a las que le da igual porque no quieren perder sus privilegios" dijo Florentino.
Empresas privadas
La postura del Ejecutivo ha sido defendida por José Manuel Rodríguez Uribes, ministro de Cultura y Deporte, durante una reunión con los presidentes del Real Madrid, el F.C. Barcelona y el Atlético de Madrid, los tres socios españoles fundadores de la Superliga.
Uribes ha pedido que se vuelva a "la senda del diálogo y del acuerdo en los ámbitos de decisión y organización a los que estos mismos clubes pertenecen para conseguir una solución pactada que sea conveniente al fútbol y al deporte".
La postura del Gobierno español, y por extensión de los gobiernos británico y francés, es legítima, pero tan intrascendente como si estos opinaran del nuevo iPhone lanzado por Apple y exigieran cambios en su diseño con el argumento de que las telecomunicaciones son un asunto de interés nacional.
Mal vamos si hay que recordar que los clubes son empresas privadas y los futbolistas, meros asalariados con contratos que les ligan a sus empleadores, no a las administraciones o a las federaciones nacionales de fútbol. Mucho menos a los intereses políticos, legítimos pero triviales en este caso, de los gobiernos de sus respectivos países.
¿Estarían dispuestos el Gobierno, la Real Federación Española de Fútbol y la UEFA a hacerse cargo de las cantidades que esos clubes ingresan por publicidad, patrocinios, merchandising o las cuotas de sus socios?
Nada habría que objetar al intervencionismo del Gobierno si estuviéramos ante una liga de fútbol pública con clubes de fútbol públicos gestionados en función de criterios políticos, es decir ideológicos, y sujetos a las reglas que el Ejecutivo determine.
Pero mientras este disparate no ocurra, las peticiones del Gobierno no pasan de ser un desiderátum. Desiderátum con el que se podrá estar más o menos de acuerdo en función de cual sea la postura de cada cual respecto a la Superliga, pero desiderátum al fin y al cabo.
Argumentos pobres
Ninguno de los argumentos esgrimidos en contra de la Superliga resiste el más mínimo análisis crítico. La apología romántica del fútbol local y de base en boca de jugadores y exjugadores millonarios que han cobrado sueldos estratosféricos y pasado de un club parisino a uno londinense y luego a uno milanés en cuestión de meses suena a ese turismo del ideal del que hablaba Ignacio Vidal-Folch en su novela homónima.
Tampoco los vaticinios apocalípticos que hablan del fin del fútbol tal y como lo conocemos hoy parecen tener mayor base. Las ligas nacionales continuarán existiendo, si así lo desean los clubes pequeños y medianos. Que estas tengan más o menos relevancia y éxito de público dependerá exclusivamente del entusiasmo y la fidelidad de sus socios y simpatizantes.
Real Madrid, FC Barcelona, Atlético de Madrid, Arsenal, Manchester United, Manchester City, Chelsea, Liverpool, Tottenham, Juventus, Milan e Inter de Milán acumulan por sí solos a una abrumadora mayoría de los seguidores internacionales del deporte rey. Unos 4.000 millones en total, si hemos de hacer caso a las cifras que se suelen esgrimir de forma habitual. Acumulan también la mayor parte de los ingresos publicitarios y en concepto de derechos televisivos.
Era cuestión de tiempo que los clubes de fútbol punteros dieran un paso como este. Y si en algo deberían empezar a pensar las organizaciones y federaciones de fútbol que hasta ahora han gestionado el negocio del fútbol a su placer no es en cómo presionar a esos doce clubes que se han salido del redil, sino en cómo gestionar el siguiente paso lógico.
El de la creación de una Superliga Mundial en la participen los mejores equipos de todo el mundo, y no sólo los europeos.