Este martes comienza el juicio más importante en 40 años de democracia, el juicio al golpe separatista en Cataluña. En él se examina la propia fortaleza del Estado de Derecho para defenderse a sí mismo. El Tribunal Supremo juzga el intento organizado de una parte del Estado -con las autoridades de la Generalitat a la cabeza- para dinamitar el orden constitucional, romper España y crear, por las bravas, una república.

Para hacerse una idea de la gravedad de los hechos conviene acudir a la tipificación de los delitos sobre los que se pronunciará el Supremo: rebelión, sedición, desobediencia, malversación y organización criminal. Son doce los encausados que se sentarán en el banquillo, nueve están en prisión provisional -entre ellos el ex vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, y la ex presidenta del Parlament Carme Forcadell-, y tres en libertad condicional.

Victimismo

Pero hay que ser conscientes de que, más allá de las paredes del Supremo, vamos a asistir a una guerra de manipulación y desinformación auspiciada por los enemigos de la España constitucional. La propia relevancia internacional del juicio va a ser utilizada por los separatistas para insistir en presentarse como víctimas de un sistema dictatorial.

Qué paradoja que el nacionalismo, cargado de supremacismo y xenofobia, una de las peores lacras de la civilización, trate de mostrarse ante el mundo como adalid de las libertades y la democracia. Pero hay que tener cuidado porque en una sociedad marcada por la posverdad y la propaganda, el argumentario de los separatistas catalanes ha calado en no pocos foros y medios extranjeros.

Desinformación

Es en este ámbito de las falacias donde la propia Democracia española ha de mover ficha y esmerarse en desmontar las mentiras del relato independentista, empezando por el propio uso del lenguaje. El separatismo insiste, por ejemplo, en presentar la causa del Supremo como un juicio a las votaciones del referéndum ilegal del 1-O, con la evidente intención de explotar el victimismo. 

Sin embargo, lo que se juzgará en los próximos tres meses es el plan perfectamente organizado para lograr la independencia de Cataluña mediante la creación de una nueva legalidad, con episodios que incluyen desde el acoso a la comisión judicial el 20 de septiembre, a la declaración de independencia de Carles Puigdemont el 10 de octubre o la proclamación de la república en el Parlament el 27 de octubre de 2017. Y todo ello sin excusa alguna, a sabiendas de que desobedecían las leyes, tal y como se encargaron los tribunales de recordarles puntualmente. En la retina de todos permanece aquel posado de Puigdemont burlándose de los requerimientos del Tribunal Constitucional.

Dignidad judicial

Afortunadamente el asunto se dirime en el campo de la Justicia, un poder del Estado que, a diferencia de otros, ha sabido estar a la altura de las circunstancias y mantener la dignidad. No por casualidad, el Rey y los jueces han sido el principal objetivo de los ataques de los independentistas desde que comenzó su asalto a la Ley.

Para la Historia quedan los escraches sufridos por el juez instructor de la causa, Pablo Llarena, a quien el Gobierno aceptó defender a regañadientes tras la demanda que le interpusieron Puigdemont y otros encausados. Pero también los continuos ataques a los edificios y representantes de la Justicia en Cataluña.

Ninguna injerencia

Los jueces se han mantenido firmes en un clima adverso, tanto por la manipulación de algunos grupos de comunicación interesados en rebajar la gravedad de los hechos, como, lo que es peor, por las interferencias de un Gobierno volcado en agradar a los separatistas para sobrevivir con su apoyo. El intento de blanquear a los partidos cuyos dirigentes lideraron el golpe, los esfuerzos por rebajar la rebelión a sedición o el anuncio de posibles indultos son la prueba. 

En tres meses conoceremos la sentencia del Tribunal Supremo a unos hechos que atacaron la nervadura última de la democracia y del orden constitucional. En estos tres meses es indispensable que la política se abstenga de intentar injerirse en la labor de la Justicia. El fallo debería servir para vacunar al Estado y robustecer nuestra democracia.