El fichaje de Mbappé se convirtió en cuestión de Estado en 2022, y así debemos tratarlo desde entonces.
Qatar recibía el testigo del mundial de manos de la Rusia de Putin, que lo había organizado en 2018. La FIFA hacía de facilitadora en un espectáculo que poco tenía que ver con el fútbol. Se mezclaba el blanqueamiento de regímenes totalitarios, que vulneraban sistemáticamente los Derechos Humanos, con la corrupción y el abuso de poder del organismo internacional. En medio de aquello se encontraba Mbappé y sólo él sabrá por qué hace unos días dijo que no le desearía a nadie pasar por lo que él tuvo que pasar.
Dos Champions después (dos trofeos menos para él), el jugador llega al Real Madrid y abandona un proyecto que le puso al lado de Messi y de Neymar. Desde 2011 ha gastado aproximadamente 1.900 millones y no ha cosechado ninguna Champions, mientras que el Real Madrid lo ha hecho en seis ocasiones en ese mismo periodo.
No es sólo una derrota deportiva, un conflicto de filosofías o un modo de entender la vida. Ojalá fuese sólo un enfrentamiento deportivo como aquellos gloriosos años de posesiones y contraataques entre Guardiola y Mourinho. El fichaje de Mbappé por el Real Madrid es también una derrota política.
Es la derrota de un modelo corrupto encabezado por los dos grandes club-Estado de Europa, el PSG y el Mánchester City. Ambos propiedad de fondos soberanos de inversión, es decir, los dos bajo la influencia directa de los Estados de Qatar y Emiratos Árabes Unidos. Como la reina de Inglaterra tiene su propia hípica con la que compite en encuentros internacionales, los emires de Qatar y de los EAU, tienen su equipo de fútbol con el que juegan en Europa.
Pero ¿a qué juegan? A ganar, a cualquier precio, saltándose el fair play financiero con la connivencia de la UEFA. La regla del fair play establece que tiene que haber una proporción entre ingresos y gastos para evitar quiebras imprudentes o dolosas de los equipos. Pero ¿cómo controlar los ingresos de unos clubs que, de facto, pertenecen a Estados?
Qatar y Abu Dhabi han invertido a fondo perdido más de 4.000 millones de euros en el PSG y Manchester City. La amenaza de expulsión de las competiciones europeas, que debería haber sido el castigo justo, se quedó en una pequeña sanción económica que las familias dueñas de los equipos pagaron con gusto.
La justicia que no pudieron hacer los organismos responsables la ha hecho el rectángulo de juego. Ha contribuido más un terreno de césped a la cultura de la libertad que un sofisticado entramado societario internacional.
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Algo tiene el fútbol que se parece a la vida, a ese reinicio salvajemente carnavalesco que pone el orden establecido patas arriba. Es la tensión del David de Miguel Ángel un instante antes de lanzar la piedra y matar al gigante. La llegada de Mbappé al Real Madrid es el momento posterior al lanzamiento de la piedra, con Goliat en el suelo, vencido, y los justos de nuevo en pie. Algo tiene para que, como decía Paul Auster, "sea un milagro que permitió a Europa odiarse sin matarse".
Los millones del petróleo, el poder de Putin, los emiratos árabes y la instrumentalización política del deporte a través de opacos fondos de inversión contra con un club que sigue perteneciendo, contra viento y marea, a sus socios. Estaban todas las apuestas hechas. Un órdago político. Había mucho en juego, y esta vez, por muy poco, han ganado los buenos.
La gestión, la amistad, la inteligencia y mucha suerte han vencido al poder bruto del dinero y la soberanía. No siempre ha sido así, ni siempre lo será, pero se nos plantea una pregunta nada futbolera: ¿puede el fútbol ser teocrático o es hijo predilecto de la democracia?
No sé por qué, pero en esto siempre acaba ganando la libertad.