Pongámonos en situación. ¿Qué habría sido de Israel si no hubiesen interceptado el 99% de los más de 300 misiles y drones que los iraníes lanzaron contra su territorio, por primera vez a cara descubierta, sin esconderse tras los satélites yihadistas de Hezbolá o Hamás? ¿Qué habría sucedido en el caso, digamos, de que hubiesen derribado más o menos el 60% de los proyectiles? ¿Y por qué no el 40%?
Todo lo que sabemos es que el 1% que burló el escudo antimisiles, y que la ayuda de los estadounidenses, los británicos, los franceses y los jordanos no fue suficiente para evitar, tiene un nombre y una edad: Amina, siete años, a quien su padre encontró tendida en el suelo de casa, con la cabeza ensangrentada. La familia Al Hasuni conoce el diagnóstico: crítico, en sus constantes vitales; incómodo, pues empaña la imagen construida sobre este ataque.
Los diarios abren con relatos relativizadores y los analistas del mundo ruegan a los israelíes que tengan en cuenta la verdadera voluntad de la república islámica: salvar la cara tras el ataque presumiblemente ordenado en Tel Aviv contra el consulado de Irán en Damasco, Siria, a fin de liquidar a Mohammad Reza Zahedi y otros generales de la Guardia Revolucionaria. El argumento está en cada esquina. El régimen de Jamenei fue prudente. Concedió tiempo. Compartió información. Calculó la jugada. Lanzó el penalti suave y por el centro, a las manos del portero.
Nos perdemos el otro lado de la reflexión. ¿Qué habría sido de Israel sin la cooperación de aliados y sin la cúpula de hierro? ¿Cuánto pudo cambiar el mundo si dos, cinco o cincuenta misiles y/o drones islamizadores hubiesen impactado sobre una presa, una central eléctrica, una base militar y/o un bloque de viviendas? Si fue un ataque tan precavido, ¿por qué uno de los pilotos israelíes compartió con la prensa que fue "la misión más complicada" en dos décadas de servicio, y enfrentarse a los drones Shahed fue "como si Top Gun se encontrara con La guerra de las galaxias"?
Seguro que la antipatía ganada a pulso por Netanyahu y la destrucción continuada de Gaza está detrás de esta lectura amable de los eventos, incluso de las súplicas unidireccionales a evitar la escalada, que gana enteros como palabra del año de Fundéu. Pero entregarse a estas especulaciones es, en realidad, una pérdida de tiempo. Resulta más útil comprender el daño causado por un misil y un dron iraní cuando hacen su trabajo sin encontrar obstáculos a su paso. Y comprenderlo no requiere de un duro ejercicio de imaginación. Está en cada periódico. Basta con dos ojos en su sitio y un seguimiento más o menos atento de la realidad de Ucrania.
Los israelíes, con la colaboración de sus aliados, pararon el 99%. Los ucranianos, en ocasiones, apenas interceptan el 60%, y esta eficacia empeora por la falta de suministros en grandes ciudades como Járkiv, que los rusos machacan con misiles y drones iraníes, cuando no son propios o norcoreanos, para colgarle el cartel de inhabitable más pronto que tarde.
La frustración de Zelenski es natural. Los drones y misiles contra Israel y Ucrania son los mismos, y ni uno ni otro son aliados de la OTAN. ¿Por qué la vara de medir es, entonces, distinta? ¿Por qué no recibe su resistencia los equipos y los medios necesarios para desarrollar su propia cúpula de hierro y contener la furia de Rusia? ¿Qué más tiene que ocurrir, cuántos más tienen que morir, para que el compromiso de Washington y Bruselas sea el mismo para la defensa de los cielos de Járkiv o Chernihiv que de Beerseba o Haifa?