La derecha se la va a pegar en las elecciones vascas y dicen los analistas que la razón es la metamorfosis de la sociedad vasca.
El cambio lo resumen en que ya no interesa la cuestión territorial, la raza, el estatuto de independencia (a.k.a. "de autonomía") y esas cosas por las que antes se mataba.
Ahora preocupan la sanidad y los servicios públicos. O sea, que a la nueva y metamorfoseada sociedad vasca ya no le preocupan las "cosas de vascos", sino las mismas cosas que al resto de españoles.
Y por eso, dicen los analistas, los vascos votan contra los partidos españolistas. Porque si hay algo claro es que lo interesante de la noche electoral será si la balanza cae del lado del PNV o de EH-Bildu. Los españolistas serán como esos invitados a la boda de Almeida grabando a los novios bailar el chotis.
Dicen que esos vascos nuevos han dejado atrás, como las mariposas metamórficas, el capullo que las encapsulaba.
Pero yo no me aclaro. Como la sociedad vasca ha cambiado y ya no le interesan las batallitas nacionalistas, ¿entonces su voto es antiespañolista?
En pura lógica madrileña, ya saben, la de esos que lo vemos todo desde una burbuja, que habitamos una de las cinco torres de marfil, y que no sabemos nada del país que parasitamos, se podría pensar que, si la cuestión territorial ya no importa, y lo que preocupa es el Estado de bienestar, lógico sería votar por una política que no fuese paleta, autárquica e incapaz de hablar con la gente de fuera.
Si es cierto, se debería pensar que las ikastolas eran cosa de orugas y que las mariposas de hoy prefieren Netflix en inglés.
Que, en un contexto de guerra con Rusia, enfrentamiento brutal entre Israel y Palestina, inestabilidad crónica en la mitad de América, elecciones en Estados Unidos y China pensando en invadir Taiwán, las metamorfoseadas crisálidas vascas preferirían algún partido que tuviese voz internacional.
Pero, ya se sabe, desde Madrid no se entiende nada. Y yo, por desgracia, vivo en la capital y aquí no sabemos ni de flores ni de mariposas.
Pero yo, que no me he metamorfoseado, sigo guardando la memoria de cuando era un capullo, y me acuerdo de haber cenado hace veinte años con Gotzone Mora, antes de que la expulsasen del Partido Socialista de Euskadi.
Mora era concejal en Getxo y profesora de la Universidad del País Vasco, y vivía con miedo. Le vandalizaron el coche, le saboteaban las clases y la amenazaban de muerte. A ella y a sus hijos.
Yo era joven y encima madrileño, pero entendía su miedo y su valor, su renuncia al exilio forzoso al que querían obligarla, y el asco que producía el silencio que imponían los matones. Todavía capullo, sin metamorfosis mediante, conocí a un exministro que dormía con el chaleco antibalas puesto, una pistola a un lado y su mujer al otro.
Desde Madrid y joven, demasiado joven, yo imaginaba lo que sentiría aquella mujer al abrazar de noche a su marido con el chaleco encima. Tengo la imagen grabada en la memoria.
Y podría seguir relatando historias de crisálidas, de algunas de las más de 180.000 personas que ya no votan en el País Vasco porque algunos violentos no les dejaron ser mariposas en su tierra.
Sigo sin entender nada. Y no sólo porque soy de Madrid, sino porque en realidad me importa muy poco qué matiz del tamaño del pelo de una pulga puede inclinar el voto hacia el PNV o hacia EH-Bildu.
Lo que sí echo de menos es que los sociólogos, a la hora de explicar la metamorfosis vasca, tuviesen en cuenta las migraciones forzosas a causa del terrorismo. En Crimea, votan a Putin porque no quedan ucranianos libres. En Armenia, los Jóvenes Turcos acabaron con más de un millón de cristianos. Milosevic, "el carnicero de los Balcanes", realizó una limpieza étnica de más de 250.000 personas.
Las purgas sociales no son tan raras ni tan novedosas en nuestra historia reciente como para no tenerlas en cuenta en cualquier análisis sociológico.
Pero nadie se acuerda de las orugas cuando las mariposas nos entretienen con su revoloteo.