A estas alturas de la semana ya todo el mundo ha opinado de unos pechos que no son suyos. Los de Eva Amaral. Quizá porque últimamente ya no estamos tan acostumbrados. Las mujeres, y permítanme dejarme de finerías estilísticas, hemos dejado de airear nuestras tetas en público.
Vayan a una playa. Una cualquiera. Y busquen. Les presupongo cierta delicadeza haciéndolo, no vayan a tomarlos por mirones. Busquen y comparen. Si tienen suficiente edad para haber estado vivos décadas atrás, recuperen de su memoria lo que ocurría cuando ustedes eran más o menos jóvenes. Rescaten esas playas de los 80 y los 90. Incluso las de principios de este siglo. Raras éramos las que no hacíamos topless. Los pechos de las mujeres, su exhibición pública, eran algo absolutamente orgánico y natural. Conseguimos integrar el cuerpo femenino en los espacios comunes, y, de alguna manera, desexualizarlo.
Ahora ocurre lo contrario. Muy pocas mujeres se atreven a mostrar sus pechos en las playas. Y casi todas son nostálgicas de generaciones anteriores. En Francia, un estudio señala que la práctica del topless ha alcanzado mínimos históricos. Sólo un 19% de las mujeres francesas se quitan la parte superior del bikini en las playas, la mitad que apenas doce años antes. En los 80, eran casi el 50%.
Preguntadas por qué, la mitad de las mujeres dice que tienen miedo a agresiones físicas o sexuales y a las miradas lujuriosas de los hombres, pero también a que les hagan fotos a escondidas y las suban a las redes sociales o a páginas pornográficas.
Se lo resumo: no muestran sus pechos porque tienen miedo. Miedo a que las agredan (física o visualmente) o a que las usen para alimentar páginas pornográficas donde los onanistas se recrean. Para que les quiten su libertad, al fin. Para que hombres que ellas no han elegido las usen como cuerpo con el que masturbarse.
Imagino que no hay que recordarlo, el pecado no está en los pechos que se exhiben, sino en la manera en la que algunos ojos los miran. Con lascivia.
Es la misma manera en la que los integristas islámicos miran cualquier parte del cuerpo de las mujeres: como una ofrenda sexual irrefrenable. Son ellas las que tienen que cubrirse de la cabeza a los pies para que ellos puedan contenerse. Se les hace creer a las mujeres, y muchas lo asimilan así, que es tradición y cultura, cuando en realidad sólo es la alternativa fácil y cómoda a que ellos no se arranquen los ojos para no desear a la hembra del prójimo.