Regreso de Moldavia, donde he participado en la cumbre de la Comunidad Política Europea del pasado 1 de junio, y Ucrania, donde he visitado Odesa y la región de Besarabia, que el Danubio separa de Rumanía. Por sus aguas circula un creciente número de barcos que son flujo vital para la economía ucraniana y sus exportaciones (y, por tanto, para la economía alimentaria mundial) dado el bloqueo ruso en el mar Negro.
El ambiente en la capital moldava, una primaveral Chisináu engalanada para la cumbre, era menos pesado que cuando estuve en 2022. Entonces habían transcurrido pocas semanas del comienzo de la invasión rusa a gran escala del país vecino y de la caída de Jersón, a apenas 400 kilómetros de Chisináu.
Responsables del gobierno proeuropeo de la presidenta Maia Sandu no lo dudan: "Si Ucrania cae, nosotros vamos después". Ucrania y Bielorrusia están en la escala mínima de los planes de un Vladímir Putin en declive cuya mente se mueve en parámetros de zares imperiales y filósofos fascistas rusos. Pero, si puede, Moldavia también caerá (hace poco, el gobierno de Sandu desveló planes rusos para un golpe de Estado).
"Ucrania nos defiende", reconocen los moldavos, aunque la amenaza sigue ahí. También en la región de Transnistria, que controla Rusia (donde tiene aparato de seguridad y presencia militar, declarada ilegal hace décadas).
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No obstante, y más allá de las diatribas de Moscú, las élites transnistrias no están por la labor, vistas las ruinas del Donbás y cómo Rusia deja tiradas a sus marionetas como muñecas rotas. Moldavia, por cierto, es un país neutral (como lo era Ucrania tras la primera invasión rusa, en 2014): otro argumento contra esa memez de que la "culpa es de la OTAN".
Para mí, la OTAN es el momento en el que al cruzar la frontera ucraniana y entrar en Polonia dejo de mirar preocupado al cielo, pendiente de misiles rusos que sobrevuelan Ucrania a diario y que a menudo cruzan impunemente Moldavia para bombardear Odesa o el oeste de Ucrania.
Es en este contexto de gran guerra europea donde se debate el rumbo de la nueva Comunidad Política Europea (CPE), cuya cumbre de Chisináu (en el castillo de Bulboaca, cerca de la capital) ha sido un éxito. Por lo menos, de convocatoria. Allí estaba toda Europa (salvo Erdogan, quizá mejor así, y acólitos de Moscú como Lukashenko, a quien nadie espera). La foto de familia con Sandu y Zelenski en primera línea es sintomática de los tiempos que corren.
Para sus críticos, la CPE sería otra boutade de Emmanuel Macron para poner en lista de espera permanente a membresía en la UE a Ucrania, Moldavia y algunos candidatos balcánicos. No obstante, esos resquemores (no muy infundados) se han disipado en parte y el propio Macron ha evolucionado en su planteamiento inicial. Tanto, que el día antes, en Bratislava, se prodigó en gestos a favor de la ampliación.
Los ucranianos y moldavos cogieron hábilmente el guante mostrándose abiertos a participar en la CPE y llenarla de contenido, siempre y cuando no fuera una alternativa a su eventual entrada en la UE. Para otros, como el Reino Unido, es una oportunidad de volver a interactuar con Europa tras el brexit y superar su aislamiento en el continente, llevando de paso temas de agenda doméstica como la migración, con éxito limitado.
¿Los alemanes? No terminan de verlo. Intuyo que temen pagar la fiesta.
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La pregunta para la CPE sigue siendo cuál es su finalidad y valor añadido frente a la OTAN, el Consejo de Europa (son los mismos miembros) o la UE. La idea de una gran Europa como amplia comunidad de valores (más o menos, no son todos los que están) frente a Rusia y sus aliados (Irán, etcétera) podría tener recorrido si se la dota de contenidos tangibles. Así, afloran iniciativas sobre conectividad regional y seguridad (cíber, especialmente).
Otro valor podría ser concebir la CPE como entorno informal de speed-dating entre líderes que no siempre tienen la oportunidad de verse, o como concreción de la idea francesa de mayor "intimidad estratégica" europea. Lo que está claro es que Europa atraviesa otro momento (re)fundacional definido por la brutal invasión rusa de Ucrania y sus implicaciones para el dañado orden de seguridad europeo y, con él, el global, muy en función de lo que haga China.
Quizá el futuro de Europa lo podrían reforzar nuevos marcos informales como la CPE (yo planteé en su día una Gran Sociedad Europea) junto a impulsos a la UE y la OTAN (claramente, esa es la opinión de la Alianza). Pero eso necesitará de resultados concretos, empezando para la seguridad de los europeos, muchos de los cuales viven en un estado de inseguridad existencial.
De aquí a la cumbre de Granada, el próximo mes de octubre, quizá con otro gobierno español, y la siguiente en Reino Unido, en primavera de 2024 (la última prevista por ahora), los miembros de la CPE tendrán que aterrizar más estos proyectos si no quieren que muera de un largo parto.