Lo primero que me enseñó la abuela es que las cosas no se pueden romper. Ni siquiera cuando el niño es niño, la vida es una fiesta vertiginosa y hay pollo asado con patatas en el horno. "Las cosas no se pueden romper" es una frase que decía la abuela cuando nosotros, por ejemplo, tirábamos una lámpara. En realidad, decía así: "En la vida, las cosas no se pueden romper". Y con el paso de los años me di cuenta de que tenía razón.
De niño, la miraba y aprendía. Los platos, los manteles, los vasos, los muebles… No se pueden romper. Pero ya mayor me percaté de lo que eso significaba. No eran los platos, los manteles, los vasos y los muebles, sino todo lo que lo rodeaba. El amor, la amistad, el cariño, la esperanza, el perdón, la fe. Si somos capaces de proteger lo primero, estaremos preparados para lograr lo segundo. Lo escribió Miguel Labordeta: "Vuelve sagrado cuanto toques natural. Cuanto toques sagrado, vuélvelo natural".
He estado pensando en todas esas mañanas, todas esas tardes, cuando tocaba el timbre y ella decía: "¡Qué cuentas, Daniel!". Íbamos a la cocina y entonces volvíamos sagrado lo natural: la conversación de una abuela y su nieto alrededor de un paquete de galletas. Los nietos que tenemos la suerte de vivir abuelos largos nos lanzamos a la aventura, ¡muchas veces!, para poder contárselo a ellos.
El de mi abuela era un amor urgente, ordenado. En cuanto uno de sus nietos salía de algo importante, preguntaba sin saber nada todavía: "Bueno, todo muy bien, ¿no?". Era el miedo a que no nos hubiera ido bien. Las ganas de que fuéramos felices. También se trataba de un amor comunista. Hasta el último día repitió: "Os quiero a todos por igual".
Aunque era, para qué engañarnos, y para tranquilidad del abuelo, un sucedáneo de comunismo. Porque nos quiso a todos por igual, pero a cada uno a su manera. Tenía un sexto sentido. Una intuición. Miraba y sabía. La intuición de las abuelas. Todas tan distintas, todas dejándonos una huella tan poderosa.
He estado pensando qué cosa salvaría del mundo si sólo pudiera elegir una, si todas las demás fueran a romperse. Sería la manera en que miran los abuelos a sus nietos. Ese extraño regalo que nos hace la vida y que nos lleva a los nietos al pasado y a los abuelos al futuro.
Con mi abuela, viajaba a ese castillo donde la Sección Femenina aprendía modales con la hermana de Cela, al inicio de los cosméticos, a la guerra, a los pueblos sin luz, a la España de los nombres irrepetibles. Ella, Juana, su hermana Jovita y su madre Rosario. Mi abuela se venía conmigo al Palacio Real, al Congreso, al camerino de la tele antes de empezar.
El otro día nos despedimos, con las manos entrelazadas. Admiré su serenidad, su tranquilidad. Y mira que era miedosa, como yo, pero estuvo soberbia. Pensé que algún día, cuando me toque, me gustaría hacerlo así. Poder cerrar los ojos y, cuando la realidad se vaya difuminando, viajar a su salón, con ella en la butaca de enfrente, con ese "qué cuentas". Volver a ese lugar donde las cosas –el amor, la amistad, el cariño– no se pueden romper. Regresar a aquella habitación donde siempre me sentí seguro. Sin miedo. Donde la entrevisté tantas veces sin que se diera cuenta.
La abuela Juana nació en Colmenar de Oreja, en 1933. De niña, empezada la guerra, huyó de Madrid con sus padres y sus hermanos haciéndose pasar por una orquesta. Llegaron a Valencia y, cuando iban a zarpar al exilio, Juanita se perdió. La encontraron y marcharon a Francia. Montaba en bicicleta y se hizo campeona de ping pong. A nosotros nos divertía mucho porque jamás lo habríamos creído.
La abuela que conocimos era el personaje sacado de Downton Abbey. Aristocrática, preciosa, elegante, dueña de la última casa con una sala donde sólo se podía entrar a dar noticias importantes.
La abuela estudió Farmacia. Sacaba sobresalientes, pero se mareaba en el autobús. Y en tercer curso tuvo que dejarlo porque había que ir al campo a recoger plantas. Se quedó con las ganas de estudiar Economía. Lo hizo por su cuenta. Trabajó cuando muy pocas trabajaban. Vendió seguros, vendió cremas, dio clases de protocolo, aprendió a manejar los bancos. También condujo, pero como no quiso aprender a aparcar, cuando llegaba, lo subía a la acera, se bajaba y le daba las llaves al primer hombre que pasaba para que se lo aparcase.
Estamos hechos del polvo de las estrellas. No sabemos si existe el cielo. No sabemos, en realidad, nada de nada. Pero sí sabemos una cosa. Y, por fortuna, es una cosa que no se puede romper. Es una cosa que no puede explicar el carbono, la genética ni el big bang. Es el amor, que siempre permanece. Eso sí queda detenido en el tiempo, sobrevolándonos a todos, de generación en generación.
Muchos lo hemos visto con nuestros propios ojos. En esos matrimonios en desuso, que son hoy como los vinos embotellados hace cien años. Brillantes, inencontrables. Afortunados. Milagrosos, quizá. Porque se casaban sin apenas conocerse. Las lunas de miel eran como fugas de Bonny & Clyde.
El amor para siempre se deja ver en la rutina: en todas esas mañanas a la misma hora, en que un abuelo viste a la abuela. En todos esos desayunos, en todos esos paseos cada vez más cortos; en esos recorridos ya dentro de casa, cogidos del brazo.
El amor es que un abuelo, al final, reclame, tras 66 años juntos, su derecho a acompañar a una abuela a las puertas del cielo. Quién le hubiera dicho al mío que aquel día en que vendió todos los libros de la universidad para invitar a la abuela a bailar sería el primero de casi 25.000. El amor no pasa nunca. El amor es una cosa... que no se puede romper.