Cuando era niño, me llevaron a ver el Vaticano. Hicimos una cola de tres o cuatro horas. Mientras esperábamos, los turistas asiáticos fotografiaban con su móvil todo lo que pillaban. Una pared, una verja. Cualquier cosa. Lo mejor de aquel día fue cuando mi padre sacó su cámara y corrió a inmortalizar una alcantarilla. Decenas de excursionistas, a empujones, corrieron tras él para hacer lo mismo.
Por fin dentro, un guardia suizo separó con vehemencia una bronca entre mis hermanos pequeños. Eso fue lo mejor del Vaticano. El respeto a la autoridad. El miedo, incluso. Aquel hombre se apareció con su uniforme del pasado, como de tercio en Flandes. Cuando veo a los profesores de hoy, regalando aprobados para proteger "la felicidad de los niños", pienso en aquel guardia.
Tiempo después vimos la serie de Sorrentino y nos la creímos. Leímos Ángeles y demonios y nos lo creímos. Nos fascinaba que hubiera un lugar así en el mundo, tan ajeno a nosotros. Tan ajeno, en realidad, a cualquier ser humano. Tan divino, con esa divinidad más del Viejo Testamento que del Nuevo.
De más chaval (porque todavía lo soy), tuve una época un tanto naif. Pensaba en ese Vaticano que tanto me había impresionado de niño y decía: "¡No puede ser! Un lugar así sólo contribuye a alejar a los cristianos de su iglesia". Miraba a mi madre, tan buena y tan rezadora, ¡tan lejos del Vaticano!
Los mejores cristianos que conocía eran todo lo contrario al Vaticano.
Pero con el paso de los años me di cuenta. Quienes están lejos de la Iglesia, en un mundo como el de hoy, jamás se acercarán a ella, independientemente de lo que haga el Vaticano. Y quienes ya viven próximos al Evangelio y a la figura del nazareno no dejarán de hacerlo por mucho arcaísmo que impere en la Santa Sede.
Así que, ¿por qué no mantener San Pedro en toda su esencia? Como ese lugar que explica como ningún otro los peligros que el poder entraña para el ser humano. ¡Como el gran teatro del mundo! ¡Sólo Shakespeare ha estado a la altura del Vaticano! La ambición, la traición, el amor, el dolor, el dogma, el misterio.
De un tiempo a esta parte me he convertido en un firme defensor de los papas que hoy podrían llamarse "conservadores". Cuanto más se parezca un papa a los Borgia, más me gusta. No hablo del fondo, sino de la forma. De la estética. Porque, con el Vaticano, sólo nos queda la apariencia. Si fuera por su coherencia con "los necesitados", el mismo Jesús lo habría demolido.
Joseph Ratzinger fue el último de una estirpe. Si hubiera pasado por allí aquel día, habría abroncado convenientemente a mis hermanos. El papa Francisco, un tipo simpatiquísimo, hecho a sí mismo en la calle, les habría llenado los bolsillos de caramelos.
Quizá pronto tengamos la oportunidad de regresar un pelín a la tiniebla, de envolver al Vaticano en su misterio, de resucitar las misas en latín. Un amigo me decía: "Para llegar a Dios, no hay que entenderlo". Por eso, con las misas en latín, casi todo el mundo llegaba a Dios. Ahora no hay quien lo entienda.
Pensé esta columna entre unas cuantas columnas más grandes y redondas, hace unos días, en mi regreso al Vaticano. Había una exposición de belenes en la plaza de San Pedro. Al final, un grupo de jóvenes vendía panetones. Como si fuera un supermercado. ¡Panetones en la plaza de San Pedro!
En Tafalla, con la visita del padre Calatayud, se agotaron todos los cilicios a la venta ¡y la gente iba mucho más a misa! Quiero un Vaticano como el del padre Calatayud. O en el peor de los casos, como el de hace veinte años. Cuando lo vi, de niño, me pasó como a Calamaro con el Estadio Azteca: me quedé duro.