Para ser una fiesta, una ceremonia de inauguración, hubo mucho discurso. Es como si quisieran decirnos algo. Como si creyesen que nos debían una explicación. Y se pusieron todos los protagonistas, desde los cantantes hasta el emir pasando por el presidente de la FIFA, que ya llevaba días, Morgan Freeman y un joven árabe discapacitado.
Fue un discurso de la integración, decían las noticias. Por si no habían quedado claros los guiños capacitistas. Y las banderitas y los cánticos de todos los países. Un discurso en el que todos dijeron lo mismo pero donde no podían decir nada de verdad.
Una parodia del discurso buenista occidental, con su unidad, su globalización, su pluralidad, su amor a la Tierra, su esperanza y su respeto y la unión de las naciones en este precioso juego. Y la tolerancia. En Qatar. Nos están dando lecciones de tolerancia porque estamos siendo un poco intolerantes con los qataríes y con su historia de fútbol.
Y si este es un discurso de integración lo es, precisamente, guiño guiño, como rampas para discapacitados para hacernos más fácil dejarnos rodar hacia Qatar y su Mundial. Es a nosotros, a los buenistas occidentales, a quienes estos discursos pretendían integrar. No, claro está, a los pobres discapacitados que haya en Qatar o a sus mujeres o a sus homosexuales o a sus esclavos.
Es una parodia, ya digo, porque todo lo noble que podían tener todos esos principios, todos esos valores, se ve en Qatar y necesariamente reducido al bullshit. Que es, junto al dinero, y bien lo saben los qataríes, el único discurso universal. Porque la única forma de que todas estas gentes se pongan de acuerdo en un mismo discurso es que el discurso, simplemente, no quiera decir nada.
Y porque lo que tienen que explicarnos ya lo sabemos y, además, es inexplicable. Es nuestra vergüenza, si quieren ponerse así. Vergüenza ajena de la propia. Y es la mayor muestra de corrupción, que no es la (¡presunta!) corrupción económica de la FIFA sino la necesaria corrupción moral a la que se han visto obligados.
Es Infantino denunciando la doble moral de Occidente mientras declara que se siente qatarí, árabe, africano, gay, discapacitado, trabajador migrante y que por ser pelirrojo sufrió bullying de pequeño.
Que está muy bien ser autocrítico y preocuparse del bullying en los colegios. Pero quizás no en Qatar. Porque, como decía Hitchens, no es eso lo que detestan de nosotros. No es que en los colegios se haga bullying a los pelirrojos sino que se enseñe matemáticas a las niñas. Por eso, de todo lo que pudo sentirse Infantino en su vergonzoso discurso, lo único que no pudo ser es esclavo. Ni vivo ni, por supuesto, muerto.
Llegaron al punto de sacar del armario en directo y desde el mismísimo Qatar a un jefazo de la FIFA. Para dejar claro que si él se sienta allí, “como persona gay”, a dos palmos del que (¡presuntamente!) corta a los disidentes con una motosierra, por qué no íbamos a poder sentarnos nosotros en el sofá de casa, sin motosierras pero sin mariconadas moralistas, a disfrutar del Mundial como hombres.
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Con tanta lección de sufrimiento y tolerancia me recordaron a Billy Burr cuando se quejaba de que interrumpiesen el partido para recordarnos que hay gente que se muere de cáncer. Como si no lo supiésemos. Pero es la gracia del deporte. La gracia que le veía incluso Cantona en ese extravagante discurso en el que nos recordaba que los humanos somos para los dioses como moscas para los chicos malos, que nos matan por diversión. I love football.
La gracia de olvidarse de las mierdas del mundo por un rato. Pero no nos dejan. Llevan el fútbol a Qatar como llevaron antes Qatar al fútbol. Y no nos dejan en paz con sus discursos y con sus culpas y sus corruptelas y sus intentos de lavarse las manos y la conciencia convenciéndonos de que aquí no pasa nada.
Por eso no tiene sentido el boicot a este Mundial. A este, el que menos. Apagar la tele y cerrar los ojos es justo lo que no hay que hacer. Aquí hay que verlo todo y hay que verlo tan bien como podamos. Hay que ver lo que están haciendo ellos, lo que están haciendo en nuestro nombre y en el nombre de nuestros valores y hay que ver, incluso, lo que nos estamos dejando hacer.
Porque Qatar es algo que nos hemos dejado hacer.
De ahí que no tenga sentido el debate sobre lo que hayan gastado o de si tenían tradición futbolística o de si hace calor en noviembre o de si no tenían infraestructuras. Todo eso tiene sentido en países donde les falta algo de eso y donde la corrupción puede servir al desarrollo. Pero aquí sólo puede servir a la propaganda. Qatar tiene lo que quiere y si no tiene cerveza para los ecuatorianos ni derechos para las mujeres o para los homosexuales que no sean jefazos de la FIFA es porque no le da la gana.
Ya es tarde para la pedagogía. Ya mandan ellos. Incluso en el fútbol, donde no se trata, obviamente, de que Qatar gane el Mundial sino de que el PSG gane la Champions.
El problema no es Qatar, es el PSG. Es lo que une el corazón de Europa y de sus más nobles valores, la ciudad de las luces de Sarkozy y Carla Bruni con el negrísimo oro y el desierto qatarí de Al Khelaifi y Al Thani.
El corrupto cinismo de las élites y el moralismo woke de sus infantes nos han dejado, es cierto, con pocos argumentos de autodefensa. Déjennos, al menos, gozar de la fiesta mientras dure. Que gane Messi, pues, ahora que ya juega para ellos pero que todavía lo sentimos un poco nuestro.