Me pregunta un tuitero de cuya identidad no puedo dar más noticia que su aparente adscripción a Vox y el alias tras el que se esconde, tomado de un personaje secundario de la serie estadounidense House of Cards, si he recibido subvención para escribir alguno de mis libros.
Si fuera una persona irreflexiva, le respondería en la propia red social y le diría que no: ninguno de mis 83 libros publicados ni de la docena de inéditos contó con un solo céntimo de dinero público para su elaboración. Todos los viajes, toda la documentación y todas las horas que me exigieron corrieron de mi cargo, y siempre he preferido que así sea.
Sin embargo, como intento no ser una persona irreflexiva, me abstengo, en primer lugar, de responder en Twitter, que me consta que no es un lugar propicio a la conversación compleja. Y en segundo lugar, me obligo a recordar que no hay una línea en mi obra que no le deba en alguna medida al contribuyente.
No olvido mi formación recibida en la enseñanza pública, desde párvulos hasta la universidad. Tampoco lo que pude leer gracias a la biblioteca pública, desde el modesto bibliobús que venía a mi barrio de Cuatro Vientos, allá por los años 80, hasta la Biblioteca Nacional, en cuyo patronato me honra estar hoy.
A veces se plantea en torno a la cultura y sus apoyos un debate a la vez falso y estéril, lastrado por las espesas premisas ideológicas que tanto llegan a enturbiar todo en estos lares.
No cabe duda de que el mejor apoyo para un creador es la libre decisión de quienes disfrutan de su creación de retribuirle por ella (para lo que, dicho sea de paso, no está de más que la propiedad intelectual sea reconocida con la misma legitimidad y protegida con el mismo vigor que otras). Pero si olvidamos la dimensión comunitaria de la cultura, tanto en las condiciones para su existencia como en su proyección, incurrimos en una miopía que nos pone en desventaja. Cuesta poco demostrarlo.
Tengo sobre la mesa los dos libros que poseo en traducción al español de dos de mis autores franceses favoritos, a quienes siempre que puedo prefiero leer en el original. Se trata de Vidas minúsculas, de Pierre Michon, y Limónov, de Emmanuel Carrère.
El primero es un escritor excelente que vende entre poco y muy poco en España. El segundo, un gran escritor que ha conjugado su calidad con un notable éxito de ventas. A los dos los publica una editorial independiente, pero nada pequeña, Anagrama. La página de créditos de ambos títulos atestigua que su traducción se benefició de una ayuda del Ministerio de Cultura francés.
[Un viaje al territorio Carrère]
En vano buscará el lector de las cinco novelas que hasta la fecha me han traducido al francés, en dos editoriales distintas, una referencia semejante. Ambas hubieron de pagar al traductor con el retorno que esos libros pudieran generar en el mercado vía ventas, asumiendo por tanto el riesgo correspondiente.
No es el propósito de estas líneas comparar el valor de mi propia obra con el de dos autores por los que siento admiración máxima, sino dar cuenta de las muy distintas condiciones en que viaja la literatura francesa (minoritaria o comercial) y la literatura española, que a estos efectos cuenta con unas ayudas raquíticas en una partida insignificante de los Presupuestos.
De paso, puede preguntarse el lector si los franceses son idiotas y tiran el dinero, o si lo gastan en algo que tiene algún sentido. Por ejemplo, aumentar la influencia de su cultura en el mundo.
Por eso, y tras reiterar mi deseo de poder seguir escribiendo sin subvenciones y gracias al apoyo de mis lectores, me permito celebrar el derroche de rigor, talento y buen hacer del equipo que ha organizado la presencia de España como país invitado en la Feria de Fráncfort. Si su labor surte efectos, será la mejor de las inversiones. Y no voy a avergonzarme de haber estado ahí.