En 1938, en Estados Unidos andaban preocupados con el auge del nazismo en Europa que desembocó en la II Guerra Mundial. La sociedad americana se despedía de la Gran Depresión. Todavía la televisión no era el medio hegemónico y la radio conservaba intacto su enorme poder de influencia.
Orson Welles cogió el micrófono de la CBS y un domingo 30 de octubre (de próximo aniversario), a las 20:00 horas, narró, con 23 años y el genio saliéndole por las orejas, La guerra de los mundos, una adaptación radiofónica de la célebre novela de H.G. Wells.
Y desató el pánico general con su verosímil transmisión de una invasión extraterrestre.
Aquellos comienzos del siglo XX y estos del siglo XXI tienen, por desgracia, ciertas concomitancias. Nosotros también hemos dejado atrás una Gran Recesión, los extremismos ganan terreno en Europa, la pandemia ha roto las cuadernas del barco de la economía y la guerra en Ucrania invita a cualquier despropósito.
A su vez, quebrada la división entre lo ficticio y lo real, ahora sí podemos creernos cualquier cosa.
Por suerte, la colisión controlada de DART contra el asteroide Dimorphos el 26 de septiembre fue un éxito y la roca alteró su órbita, por primera vez en la historia.
Hace diez años, presenciamos a aquel héroe que se lanzó desde la estratosfera y aterrizó en un territorio desértico de Nuevo México con su paracaídas tras romper la barrera del sonido. No era un alienígena, sino el austriaco Felix Baumgartner. Su proeza aún nos impresiona.
Cuando Felipe González hizo historia hace 40 años con su triunfo meteórico del 28-O fue todo un shock político. Todavía no conocíamos los cisnes negros. Ahora tenemos cultura adquirida de contiendas caballerescas como si hubiéramos metabolizado un quijote colectivo convertido en paradigma de este siglo.
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La ficción real, nuestro género de vida, se ha impuesto. Zelenski disputa sus épicas contra molinos de verdad. Biden blande su espada contra las astas de una amenaza nuclear que se fugó de la ficción hasta hacerse creíble después de la famosa crisis de los misiles de Cuba, hace ahora 60 años.
Pronto no habrá cisnes blancos, sino que todos serán negros, se lamentaba Borrell el día de la bronca a los embajadores de Europa por holgazanería. La invasión de Ucrania es un cisne negro. La resistencia inaudita de Kiev, también. Y la tensión en Taiwán. Y la crisis energética y la escalada de tipos de interés.
Y, por encima de todos, el armagedón nuclear del que hablamos a diario como si expulsáramos el demonio por la boca.
Los cisnes negros, hechos insólitos que engordaban la ciencia ficción y el paroxismo conspiranoico, ahora, desde la pandemia, se adueñan de la realidad. ¿Qué será lo siguiente?
El aventurero y presentador de televisión Jesús Calleja ha invocado a Orson Welles desde el mayor telescopio del mundo, el Grantecan, en La Palma: "Hemos vivido una pandemia, un volcán, estamos viviendo una guerra y tenemos 'invasión extraterrestre' en breve". Otro cisne negro.
A las puertas del invierno se precipitan las distopías. Alguien ha recordado que a los centuriones romanos se les congelaba la hoja de la gladius en las batallas invernales de la conquista de Germania.
Pero, 50 años después, los supervivientes de la tragedia de los Andes nos siguen recordando que, a 25 grados bajo cero, y cuando no sólo el avión en el que viajas, sino el mundo en el que habitas, se han caído para ti, aún es posible que te levantes y vivas.
El quijote reencarnado en una Ucrania sin capacidad eléctrica se enfrentará en invierno al gélido Putin que musita "la venganza es un plato que se sirve frío". Josep Borrell, que retransmite esta guerra como José María García, tentado de desenmascarar a chupópteros y abrazafarolas, dijo en Madrid que "no podemos ser herbívoros en un mundo de carnívoros".
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Es el mismo que le dijo al invasor que si se atreve a apretar el botón nuclear, el Ejército ruso será "aniquilado". Acto seguido, la OTAN opta por sacar músculo con algunas de las 150 bombas tácticas B61 desplegadas por EEUU en Europa en un pulso de amagos.
Es como si todo esto fuera obra de los guionistas del infierno. La verdad es que han muerto muchos novelistas en los últimos tiempos, y uno espera que los buenos (de pluma y corazón) le den la vuelta a esta narrativa antes de que sea tarde.
Putin ya sabe que entró en la historia por la puerta de atrás y que no es reinsertable. Como le pasaba a Bin Laden, cazado como un lobo acorralado en su escondite de Abbottabad (Pakistán), donde mataba el tiempo viendo vídeos pornográficos.
Putin sabe que su aliado chino no aprueba la deriva de su guerra. Porque a Xi Jinping le trastoca su Congreso imperial y lo que más aprecia, el gran mercado del planeta. Por culpa del ruso, 2023 será otro cisne negro, sumido en la estanflación, que es, como dicen los economistas, lo peor de los dos mundos: inflación y estancamiento.
Pekín ya se desacelera. Putin sintió en Shanghái la mano retraída del chino y lo pasó mal, le prometió un oxímoron ("inyectar estabilidad y energía positiva en un mundo caótico") y con las mismas, volvió a agitar el fantasma nuclear, como una recaída en un adicto, mientras el temible submarino Bélgorod navega sigiloso por orden suya bajo las aguas del Ártico con "el arma del Apocalipsis", el indetectable supertorpedo nuclear Poseidón.
Es la huida hacia delante del ruso, bajo el descrédito de su guerra. Sólo cabe confiar en que sea otro experimento, como el día que la URSS detonó (también en octubre, en 1961), en un archipiélago remoto, la Bomba del Zar (más de 3.000 veces más potente que la de Hiroshima), en vísperas de la crisis de los misiles.
Un día, Putin, se quedará solo en su mesa de seis metros de haya lacada en blanco con hojas de oro. Y sentirá frío en los pies en la soledad de las horas fúnebres que han vivido otros líderes entre las paredes del Kremlin. Y se mortificará con escenas que maldice. El puente de Kerch en llamas, las tropas rusas huyendo del asedio ucraniano y el gesto desabrido del amigo chino en Shanghái. No era lo previsto. Ese es su cisne negro.
"Rusia sabe que una guerra nuclear no se puede ganar y nunca se debe librar", dice y repite Stoltenberg, que ha envejecido en pocos meses. Todos han perdido años en días. Las palabras también envejecen. Quizá esas ya no signifiquen lo mismo.
Hasta aquí hemos llegado, en una comorbilidad inédita. Sólo nos falta, en efecto, una invasión extraterrestre, como dijo Calleja en el Grantecan. De modo que, ya que la ficción ha quedado abolida, Orson Welles tendría ahora una segunda oportunidad para retransmitir su Guerra de los Mundos.
Y sería de nuevo impactante. Pero el pánico no nos sorprendería.