Siempre resulta fatigoso comprobar cómo se carga la suerte contra las salidas de tiesto de quien se identifica como oponente y se minimizan los deslices de aquellos a los que se percibe como afines. El delito, la falta, la cagada, dependen mucho menos de la conducta infractora que de la persona del infractor.
Y así hay árbitros que sacan tarjetas rojas por una zancadilla, que no deja de ser una falta, mientras ignoran una fractura abierta, que lo es aún más, cuando no es de los suyos el hueso quebrantado.
El asunto ya aburre, y permite a tribunos propicios a los patinazos, como la presidenta Díaz Ayuso, erigirse en portavoces de verdades difíciles de rebatir: empeñarse en arrojar a una mazmorra a unos patanes universitarios, por mostrar su mala crianza con exabruptos que los dañan a ellos más que a aquellas a las que se dirigen, mientras se calla y se otorga ante los que agreden físicamente en el campus a sus compañeros disidentes de tal o cual credo, no termina de ser del todo coherente.
La fatiga y el aburrimiento se vuelven así desazón, y como no caben muchas dudas de que esa mala crianza y esos excesos no se arreglan linchando a cuatro atontados, sino replanteando de una vez y desde la base muchas cosas que nadie se echará a la espalda el esfuerzo de replantear, permítasele a este plumífero esquivar la polémica estelar de la semana y volver la mirada a un sitio más discreto, el baúl umbrío de la propia memoria.
Ahí, en estos últimos días, le reclama a uno, una y otra vez, el recuerdo de un hombre que se ha ido y una voz que se ha apagado. Se hizo célebre invocando a un loco en una colina, el de la canción de los Beatles, y hablando quedamente sobre los acordes del Shine On You Crazy Diamond de los Pink Floyd.
Los que tenemos una edad recordamos a Jesús Quintero en esas parrafadas con rock progresivo de fondo, adentrándose con su verbo medido y templado en las honduras del ser, mientras la noche se deslizaba hacia la madrugada y la conciencia hacia esa región borrosa en la que habitan el sueño y los fantasmas.
Eran los primeros 80, y yo iba a la universidad en turno de tarde, por lo que no tenía que madrugar y me costaba acostarme temprano. Noche tras noche me acomodaba en la cama con el transistor y escuchaba: primero lo que aquel loco decía para abrir su programa y luego cómo él escuchaba a los demás. Más de una noche, en esa atmósfera de placidez y complicidad que creaba con su voz y el particularísimo ritmo de su respiración, me quedaba dormido, y sin embargo, jamás tuve la sensación de haberme perdido algo. Haber estado ahí, otra vez, bastaba.
Nunca antes y nunca después sentí que la radio era una experiencia mística y misteriosa. Otros me han podido interesar, entretener o divertir; pero nadie más llegó a esa región que sólo Jesús Quintero podía cartografiar con ayuda de un micrófono.
No le traté ni le conocí apenas en persona, pero una vez me fue dado conversar brevemente con él. Sucedió en un Premio Planeta, el de 1999 y Espido Freire, si la memoria no me engaña. Por entonces yo era aún un abogado que escribía y que apenas había publicado un puñado de novelas. Aquel no era mi mundo, y de pronto el azar de los corros me arrojó a su lado. Creo que le felicité y le di las gracias por su trabajo, y no sé cómo me acabó hablando del arte de la entrevista. En esa situación, tan propicia a la nadería, me dijo algo que no he podido olvidar jamás.
"Si entrevistas a alguien, no importa quién sea, ni quién seas tú, el único importante es el entrevistado. Si no, te haría él a ti la entrevista". Por eso el loco escuchaba, como nadie lo ha hecho después, como no lo hacen algunos periodistas que hasta se jactan de ello. Lo imagino ahora, escuchando al energúmeno. Lo que iba a aprender, lo que íbamos a aprender con él todos.