"Los tiempos que vivimos son exigentes", dijo la princesa en una lejana región oriental gobernada por enemigos. Cuando la insurrección de 2017, su padre rey fue declarado persona non grata en algunas plazas, como la de Gerona.
Abigarrada historia, ya Pérez Galdós, hace más de un siglo, noveló la heroica resistencia de sus habitantes a las tropas invasoras del francés. Y, más tarde, el ironista gerundense Josep Pla dejó sentenciado que "el catalán es un español cien por cien al que le han dicho que tiene que ser otra cosa".
De hecho, la familia real, proscrita en esas tierras, ha tenido que trasladarse esta vez hasta el sur moral para poder celebrar el evento en cuestión, los premios Princesa de Girona 2022. Doña Leonor habló en español, catalán e inglés, mostrando así una sensibilidad lingüística extraña, una delicadeza demodé y algo inocente que delata la debilidad de la Corona en estos territorios.
Es decir, mientras ella se esforzaba en representar la diversidad catalana, los gobernantes seguían, y siguen, librando la última batalla por el monolingüismo. O lo que es lo mismo, por borrar cualquier vestigio de hispanidad, especialmente su fraternal idioma.
[Leonor, sobresaliente en los Princesa de Girona: su discurso bajo la orgullosa mirada de los reyes]
Ninguno de esos jefes tribales estuvo presente en la ceremonia. Es común que los refractarios a la democracia constitucional den plantón al monarca en sus visitas. Tanto los devotos de una república sin garantías legales como los nostálgicos de la vía venezolana forman así una rocosa unidad frente a la realeza, postrera reliquia del régimen vigente.
Los primeros, entretenidos en luchas intestinas, pergeñan en la sombra la nueva gran estrategia, tras el descalabrado golpe. Un mar de fondo político que vaya socavando la vida general y las instituciones hasta llegar, sosegadamente, al ansiado referéndum. Aquella vieja fórmula de la "revolución permanente" de León Trotski, personaje que sigue mezclándose entre las elites nacionalistas, como Jaume Roures.
El máximo jerarca de la Generalitat, en realidad un títere, hace lo que manda el grueso Oriol Junqueras, que se relame las heridas de su asueto penitenciario mientras urde tramas insurreccionales de baja intensidad. Al fin y al cabo, han establecido una inédita liga junto al débil Gobierno español, lo que les procura mucha tranquilidad y nuevas oportunidades de chantaje, juego favorito del asunto catalán.
Madrid nunca logra aprender de la sensualidad catalana, tan díscola, que algunos como el general Prim lidiaron con artillería.
Felipe VI 'el Melancólico' está solo y Leonor, presumible reina, también. Moncloa, su presidencial persona, depende de históricos adversarios: el contubernio morado, los privilegios vascos y catalanes y un puñado de veteranos terroristas.
La que parece ajena a esa hiriente soledad es la reina Letizia. Incluso las malas lenguas hablan de deslices ideológicos. Se la ve en las recepciones morenísima, radiante y siempre luciendo nuevos, y a veces atrevidos, trapos. Si su papel institucional se restringe a tales figurines, queda lejos de aquella profesionalidad de Sofía, mirada triste y ejemplar discreción.
Leonor, princesa de Gerona, además de recordar la dificultad de los tiempos, defendió ante el respetable "el talento, el esfuerzo, el compromiso y la solidaridad". Un alegato positivo, sin duda lanzado con el mejor de los propósitos.
Aunque podría desdoblarse maquiavélicamente contra quienes manejan los hilos del poder en el Principado de Cataluña. Talento para dividir, esfuerzo para desintegrar, compromiso con el fanatismo político y solidaridad para con el propio bolsillo.