"El impulso de la creación artística es una táctica de apareamiento", dice el psicólogo evolucionista Geoffrey Miller. Lo leo en los diarios de Iñaki Uriarte y me detengo. Me detengo porque es verdad, porque soy la prueba viva, porque yo me aparearía con Iñaki Uriarte por sus diarios, aún sin haberle googleado la cara. Lo hago, por curiosidad. Es un hombre atractivo, con la simpática fisionomía del pijo que se ríe de sí mismo, pero sopla ya 76 años. Ah, volví a nacer tarde. Se me escapa del target.
Da igual: la belleza de Iñaki Uriarte, como la de otros tantos hombres, no es de esas que puedan resumirse en una fotografía ordinaria (lo que uno ama nunca puede capturarse). Digamos de su encanto que en cuanto se detiene, desaparece. ¿No es perverso? La belleza de Iñaki Uriarte reside en que está en movimiento (carburando, quiero decir, cavilando), reside en que es Iñaki Uriarte y en que piensa como tal. Su vida no es su cara ni su esqueleto, su vida no es lo que transcurre en sus días. Su vida es su cabeza.
Me escama un poco percatarme de que los hombres no han tenido ese detalle, ese decoro histórico con las mujeres. Lo decía Fernando Fernán Gómez, apabullado: "Pero ¿cómo? ¿Cómo me va a gustar una mujer por culta? No, no, no, vamos… atraerme… no. No, hombre, no. Si además no lo digo como chiste ni como nada, sino que me parece como inverosímil. Me puede gustar por culta para maestra, claro, pues que venga de seis a siete, y cuánto cobra, y que me enseñe filosofía medieval o algo así. Lo otro es que no tiene relación". Jajá. Tan ufano.
Se le rieron las chanzas a Fernando, pero hay algo de gravedad en el asunto. ¿Por qué a las mujeres nos erotiza la cultura de los hombres ("cultura" es un tentáculo de "personalidad", de "capacidad conversadora"), pero a ellos no les sucede lo mismo de vuelta, o, al menos, no con tanta intensidad?
Se jactaba Fernán Gómez de enamorarse por la belleza de las chicas, nada más ("¿qué más hay?"), y entiendo ahora que era una forma pizpireta de reconocer su propio machismo. Prefería a hembras hermosas que fuesen tabulas rasas para poder ir escribiendo en ellas. Para enseñarlas. Para jerarquizarlas. Para monitorizarlas. Para cosificarlas. Para que siempre estuviesen culturalmente por debajo. Para mandar, al cabo: para no llevar de la mano a una dama que le hiciese sombra. O que le cerrase la boca con la respuesta perfecta.
Esto tiene que ver con el primitivismo sexual de los hombres, con el viejo eco de su unga-unga resonando en el siglo moderno (tan tontamente predecible y cachondo ante el canon). Pero también con algo más. Los hombres sólo se admiran entre ellos porque sólo compiten entre ellos. A nosotras no nos admiran. Sólo nos desean, si eso. Ellos se sienten jugadores de otra liga. La liga macha.
Sería gracioso si no fuese tan triste. Mientras que a las mujeres nos mueve la fascinación psíquica en el amor (lo decía Jiménez Losantos en una entrevista), mientras que nosotras podemos gozar de los relieves intelectuales del varón y celebrarlos, ellos siguen turbándose ante nuestra presencia por las mismas razones toscas de antaño. Tetas, culos, ojos, labios abiertos para la sonrisa o la felación. Ojalá no emitamos ningún sonido demasiado alfabetizado, a ver si de esta aprendemos las subordinadas y resultamos más listas que ellos. Eso les destrozaría. Su labor es didáctica. Siempre han querido ser nuestros papás. Siempre han querido enseñarnos a hablar por su boca.
[Jiménez Losantos: "He tenido muchas proposiciones sexuales de gays importantes"]
Para minar a las niñas inteligentes se creó el término "marisabidilla". Porque si eras aguda, chirriabas. Repipi. Pedante. Resabiada. Redicha. Ya no sólo es que no se premie eróticamente la cultura en una mujer, sino que se señala. Pesada. Sabionda. Chulita. Qué bajón. No hables tanto: se les baja. La palabra les deshincha. La palabra espanta a la libido.
Es cierto que los tiempos han cambiado y que hace rato los hombres buenos aman también a las mujeres por otras cualidades personales, pero la cultura no ha pasado de ser, a lo máximo, un "potenciador" del atractivo a partir de la superficialidad inicial. Entre una guapa tonta y una guapa rápida, a ver, igual se quedan con la segunda, que algo habrá que comentar después del sexo. Pero que tampoco se pase de lista, ya saben.
Tienen suerte los chicos de que nosotras no les hayamos juzgado físicamente con tanta dureza. Si no, no se habrían comido un colín. Tienen suerte de que el machismo histórico les haya dotado de más alfabetización, más cultura, más formación, y, por ello, más liderazgo, más dinero, más crédito, más fama. El deseo se educa. Nosotras nos tuvimos que fijar en otras cosas. Teníamos las manos tan vacías.
Ellos han disfrutado del estatus. Del estatus como trampolín al sexo. Se han podido permitir, incluso, no ser guapos. Qué miedo ahora que ese estatus se disgrega, se reparte, se acaba. Qué miedo ahora que las mujeres comienzan a tener prestigio social. ¿Quién les deseará? ¿Por qué motivos?
¿Empezaremos a flipar nosotras con los hombres-objeto?
¿Se avecina un cambio de era? Qué miedo. Qué miedo.
En enero de 1981, un devastado Fernán Gómez publicaba una carta en el Triunfo a modo de declaración subrepticia de amor. Emma Cohen (que era bella, anarquista y brillante) se había largado con el escritor Juan Benet y le había dejado plantado. Allá la llamó su "compañera de vida" y de repente no sonaba tan soberbio. "Compartimos nuestros proyectos, confundimos nuestros recuerdos, llenó la casa de risas, de bromas, de juegos y de amigos. Cuanto ella podía tener de hospitalario me lo entregó, procurando con su gran instinto restañar viejas heridas, y con minuciosa delicadeza no abrir ninguna nueva. Como si todo hubiera de cambiar con su aparición, mi trabajo mejoró súbitamente", escribió.
Al final del texto, se rinde: "A la vuelta a Madrid, mi compañera me abandonó. Aquí termina mi autobiografía. A partir de aquí empieza la de otro señor, ojalá me lleve bien con él".
Parece que no era sólo guapa.
Pero al leer la carta, volvió con él.
Quizás tampoco era tan lista.