El principio de soberanía nacional que configura la edad contemporánea (y al que se subordina ahora la autoridad real) implica la posibilidad de planes y programas políticos totalmente nuevos que rebasan las empresas de los monarcas de las naciones históricas circunscritas al Antiguo Régimen.
Esos planes están ahora dirigidos a toda la Nación como reunión de ciudadanos libres e iguales. Educación universal (la alfabetización de la población). Ejércitos nacionales. Política nacional de empleo (frente al corsé gremial). Seguridad social (entre otras cosas, para evitar epidemias). Obras públicas (carreteras, ferrocarril). Promoción de las ciencias y las artes. Etcétera.
Todas ellas serán ahora empresas nacionales (ya no de la monarquía ni de la Iglesia) desarrolladas con una potencia sin precedentes y donde el privilegio estamental, base del Antiguo Régimen, supondrá un obstáculo para su desarrollo: aduanas interiores, privilegios y exenciones fiscales, tierras "muertas", señoríos jurisdiccionales…
La propagación del principio de soberanía nacional irá acompañada, además, de la industrialización y la urbanización paleo y neotécnicas (por decirlo con Mumford). Revolución política y revolución industrial estarán así asociadas en el mismo proceso de formación de este mundo contemporáneo.
El efecto inmediato más evidente es el extraordinario incremento de la población, que alcanzará cotas inauditas (la explosión demográfica), llegando a vivir más gente en la actualidad que gente vivió en el conjunto de los cuarenta siglos anteriores. 7.500 millones de individuos que comen todos los días requieren de unos niveles industriales de producción que desbordan la producción eotécnica tradicional.
Buena parte de esa población, en cualquier caso, permanecerá en un principio hacinada, deprimida y explotada, puesta al servicio de la industria en los contornos de las grandes urbes, tras dejar el campo y el taller para entrar como mano de obra en la fábrica.
A la postre, esa población terminará siendo canalizada de nuevo nacionalmente (ampliación del sufragio, reducción de la jornada laboral), sobre todo a través de la presión ejercida sobre los Gobiernos por el asociacionismo obrero (cartismo, sindicalismo).
Un asociacionismo obrero que, solidario del internacionalismo (el proletario como clase productora universal en la concepción proudhoniana y marxista), procurará desbordar en sus planes la perspectiva nacional, readaptándose finalmente, sobre todo tras las guerras mundiales, al principio de soberanía nacional.
El asociacionismo obrero quedará así más o menos encauzado (formación de las clases medias, Estados de bienestar) al imponerse la conciencia nacional a la conciencia de clase como factor práctico de movilización social. Un ejemplo claro de esto es Stalin, que tras la invasión alemana de 1941 movilizó las tropas de la URSS en un contexto de guerra total en favor de la madre Rusia.
Las naciones políticas en sus formas canónicas desembocarán, por necesidades de su propio sostenimiento, en los llamados imperialismos de la segunda mitad del XIX (búsqueda de materias primas, de nuevos mercados, de mano de obra), quedando así todo el planeta por fin comprometido, de modo disyunto eso sí, en el desarrollo de este principio de soberanía nacional.
Todo el globo va a verse arrastrado en este proceso de industrialización que producirá la destrucción de cualquier forma arcaica de organización social (nación étnica), así como de los modos de producción eotécnicos (la artesanía, de sobrevivir, quedará confinada en los mercados locales), convirtiéndose la gran industria, dirán Marx y Engels con pleno acierto, en el gran demiurgo de las sociedades contemporáneas.
Es importante subrayar el hecho de que esta disolución de los privilegios absolutistas, operada por la acción de lo que Gustavo Bueno llamó "metodología de la holización" (destrucción isonómica del privilegio estamental), no significa ni mucho menos una mayor prosperidad. Tampoco una mayor potencia de obrar para las partes sociales así liberadas.
La relación entre las partes individuales, como describió Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, puede sumirlas en formas de vida aún más duras y precarias que las precedentes, por ejemplo desde el punto de vida laboral, y producirse lo que Mumford llamó "la degradación del trabajador" propia de la disciplina industrial (en contraste con las más favorables condiciones de trabajo habidas durante el Antiguo Régimen o en la Edad Media).
En definitiva, la idea de soberanía nacional no conduce necesariamente, frente a lo que sostiene el "progresismo", a una mayor prosperidad ni bienestar social. Y en esto reside, precisamente, la "verdad" del marxismo y el significado que quisieron tener las ideas de 1848 frente a las de 1789, al darle un papel "político" al proletariado del que carecía, cuando llevaba, sin embargo, todo el peso de la "gran hacedora" industrial. Dicho con Proudhon, remedando (y superando) a Sieyés, "el proletario, como la burguesía en 1789... aspira a llegar, de ser algo ... a ser todo” (De la capacidad política de la clase trabajadora).