"¿Ser o no ser?" era la pregunta que atormentaba a Hamlet en su desquicio filosófico. Si actualizamos la tragedia shakespeariana, "¿me vacuno con la dosis de refuerzo o no?". Esa es la pregunta que gran parte de la población se hace en medio de una gran confusión y de mensajes contradictorios sobre una pandemia que no termina.
Mis redes sociales, antes aburridas por la falta de seguidores, son hoy un hervidero de preguntas, dudas y exigencias por la incertidumbre generada acerca de la dosis de refuerzo. Entiendo el enfado popular con la Administración, con los gobernantes y hasta con los científicos que damos la cara para explicar los conceptos que deberíamos tener en cuenta antes de decidir sobre la vacunación.
Hace un año llamamos a pincharnos con alguna de las vacunas aprobadas y, de paso, aclaramos la marabunta de dudas generadas sobre su composición, su mecanismo de acción y sus efectos secundarios. La exposición mediática de la comunidad científica fue decisiva para la concienciación ciudadana a favor de la vacunación.
Sin embargo, la pandemia continúa y hoy, con una aplastante mayoría de los ciudadanos vacunada con pauta completa, debemos ampliar los conceptos que nos permitan salir ilesos en esta guerra.
Si al principio la estrategia científica era aislar y vacunar, ahora tenemos que pensar en una vacunación inteligente y personalizada. Para ello, es necesario usar nuestros conocimientos de inmunología y no quedarnos sólo con la solución epidemiológica.
Una vez administradas las dos dosis de Pfizer, AstraZeneca o Moderna, o la única de Janssen, se genera una gran cantidad de anticuerpos que frenan, en un porcentaje altísimo, padecer la enfermedad. Pero estos anticuerpos se van agotando. De hecho, sabemos que desaparecen pasados seis o siete meses.
¿Estamos totalmente desprotegidos pasados esos meses? Los datos dicen que no. La ausencia de anticuerpos se compensa con la existencia de lo que llamamos inmunidad celular. Inmunidad que, aunque no genera inmediatamente una barrera infalible, evita un curso grave de la infección. En una columna anterior expliqué los vericuetos de este tipo de defensa.
La actual variante dominante, ómicron, tiene un poder infectivo descomunal. Es una suerte que no haya sido esta la primera variante en aparecer. La cantidad de familiares, amigos y conocidos infectados es enorme.
Sin embargo, no tiene reflejo en el número de hospitalizaciones. Y esto se debe a la inmunidad celular, que actúa con un poco de retardo, pero que nos protege.
En estos momentos, cuando una gran parte de la población española se ha puesto la pauta completa de alguna vacuna y se ha infectado con ómicron, no tiene ningún sentido dar una dosis de refuerzo a quienes están en estas circunstancias. Para ellos, la tercera dosis ha sido la propia infección.
Por otra parte, y según lo que sabemos, las reinfecciones ocurren con variantes nuevas. Esto reduce las posibilidades de contagio en aquellos que acaban de pasar la Covid, ya que no existe una nueva variante dominante… aún.
He respirado con alivio al ver que desde Sanidad se recomienda retrasar hasta cinco meses la dosis de refuerzo en los recientemente infectados. Hasta hace unos días, la ocurrencia era esperar sólo cuatro semanas. Es probable que todos los mensajes que enviamos los inmunólogos hayan sido escuchados. "Algo es algo", dice el refranero popular.
Ahora, la duda se centra en quienes no se han infectado y cuya última dosis fue administrada el verano pasado o antes. ¿Qué hacer?
Lo ideal sería promover una vacunación personalizada, utilizar los recursos y los conocimientos que nos han llevado hasta el siglo XXI y no anclarnos en el primer capítulo de la inmunología básica. De la misma manera que aprendimos los conceptos de vacuna, anticuerpos, PCR y antígenos, ahora debemos dominar los conceptos de inmunidad celular, cansancio celular, tolerancia y autoinmunidad.
Aún en el plano de la especulación y con pocos datos para avalar una respuesta palmaria, sería recomendable conocer el estatus inmunológico de cada persona. La heterogeneidad de vacunas, pautas, momento de vacunación, infecciones, reinfecciones e historial médico hace improbable la existencia de una única estrategia efectiva para toda la población.
Por ello, testar la existencia o no de inmunidad celular sería una buena medida para saber quién debe recibir la dosis de refuerzo. No soy un iluso que pide lo imposible. Planteo una estrategia que tenga en cuenta la realidad.
Una medición exhaustiva de la inmunidad celular requiere de conocimiento, tecnología y tiempo. Sin embargo, la podemos evaluar con menos exactitud usando un test relativamente sencillo (como el que ha creado un grupo de científicos canarios). Con ello, evitaríamos desperdiciar vacunas o estresar el sistema inmunológico con dosis repetitivas en un espacio temporal corto. Algo que puede crear, entre otras cosas, tolerancia y cansancio celular.
He introducido una nueva pareja de jugadores: la tolerancia y el cansancio celular. Se trata de fenómenos muy estudiados por los inmunólogos que aparecen cuando las defensas son expuestas, en períodos cortos de tiempo, a un mismo estímulo. En este caso, una vacuna. La consecuencia es una especie de parálisis del sistema inmunológico.
Temo que este mensaje sea descontextualizado y usado por los antivacunas y negacionistas varios que han florecido sobre el pasto de la pandemia. Sin embargo, apelo a la capacidad del lector para separar lo válido de la paja. No estoy en contra de la vacunación. Sólo propongo usar la ciencia, cocida a fuego lento, para no perder ninguna batalla de esta guerra.
Si queremos acabar con la pandemia hemos de vacunar, al menos con una dosis, a la mayor parte de la población mundial. Eso incluye, además de Europa y América del Norte, a los países empobrecidos.
En el caso de España, y si seguimos un esquema inteligente de administración de las dosis de refuerzo, podríamos donar un monto importante de vacunas que, a la larga, nos salvarían de nuevas variantes generadas en países donde la inmunización es aún anecdótica.
Pero no sólo eso. También evitaríamos que empiece a aparecer la tolerancia, el cansancio celular y algo preocupante: la autoinmunidad, que se produce cuando nuestro sistema inmunológico comienza a reaccionar contra el propio cuerpo.
Seguimos en el terreno resbaloso de la especulación. Pero es mi deber como científico advertir de las posibles consecuencias. La sociedad y los Gobiernos tienen ya la madurez necesaria para asumir los nuevos conceptos de una epidemia que una vez fue atípica, pero que se va convirtiendo en nuestro día a día.
Tenemos que ampliar los conocimientos que utilizamos para tomar decisiones sobre la epidemia de la misma manera que nos vamos adaptando a los cambios y actualizaciones de los dispositivos que probablemente estés utilizando para leer esta columna.