A los comunistas no les gusta el campo. Como concepto.
Desconfían de lo que no conocen. Más allá de los jardines de urbanización con pretensiones, los huertos urbanos o las colonias (también urbanas) de gatos, todo lo demás, tierra inhóspita. Sospechosa.
Fíjense que nada más llegar al Gobierno, y cuando aún no era una estrella emergente sino una más de la macrogranja de ministros y ministras, Yolanda Díaz encargó un informe en el que se confirmase lo que su intuición y sus muchísimas horas de lectura en Twitter le decían: en el campo español se practica el esclavismo.
Ni corta ni perezosa, entre los meses de mayo y junio de 2020 (en plenas labores de escarde y siembra), lanzó a sus inspectores de trabajo a investigar (cuestionario en mano) las explotaciones agrícolas para detectar posibles casos de “explotación laboral” e incluso de “esclavitud” por parte de los empresarios agrícolas.
“¿Presenta el trabajador magulladuras? ¿Está encerrado en el lugar de trabajo? ¿Hay signos visibles que indiquen que no puede abandonar el lugar de trabajo, como alambradas o la presencia de guardianes u otras limitaciones de este tipo? ¿Se amenaza al trabajador para que no abandone el lugar de trabajo?», eran sólo algunas de las preguntas. Supongo que otras del tipo “¿tiene la finca ergástulo propio?” se salían del folio.
En cuanto a las respuestas, por más que se le han requerido, un año y medio después, y quizás porque no le da la vida de tanto hacer “cosas chulísimas”, sigue sin darlas.
Respecto a su camarada de partido, Alberto Garzón, lleva metiéndose en charcos con el mundo del campo desde que engulló toda la farfolla progre con la que los comunistas han sustituido los postulados marxistas, pero sin remplazarlos del todo.
Principios que, con vocación catequética, a poco que nos descuidemos, acabarán rigiendo nuestra vida y hasta daremos las gracias por ello.
Garzón dijo lo que dijo en The Guardian por mucho que fuese en inglés: en España hay granjas buenas y granjas malas. De las segundas exportamos carne de mala calidad.
Añado que, a pesar de ser el ministro de Consumo, ni se ha molestado en averiguar (en caso de ser así) qué granjas producen y venden carne de mala calidad, por lo que usted, querido importador y consumidor de carne española, no tiene manera de saber si la que le llega a su mesa, es de la mala o de la buena. Conclusión: mejor no comprar ninguna.
Ahora, en plena precampaña electoral en Castilla y León (donde la cosa ha dolido), tanto Garzón como su candidato embarran el campo con sofismas del tipo las “macrogranjas” (sean lo que sean) son malas y, dado que en eso estamos todos de acuerdo, ¿dónde está el pecado en lo que dije? Y el caso es que, a tenor de toda la información que a partir de sus palabras, se publica estos días sobre las “macrogranjas” en España, habrá que acabar dándole la razón y, de paso, las gracias.
Pero una cosa es el campo (la gente del campo y sus cosas) y otra los animales. Esos sí que forman parte del universo neocom y ya les digo que si hubo un día en que nos echamos unas risas con los vídeos de las que separaban a los gallos para que no violasen a “les gallines”, hoy todo eso se ha convertido en un anteproyecto de Ley.
Sesenta y seis folios para regular los derechos de “seres sintientes” y las obligaciones de los humanos (sintientes o no) que estamos a su alrededor.
Tres de ellos específicamente dedicados a las “colonias felinas” que, por algún motivo, se han convertido para la perroflautez, junto con las batucadas, los juegos de malabares y la okupación, en su divisa.
Supongo que entre tirar cabras desde un campanario y el contenido de esta ley hay un término medio en el que está la cordura y el sentido común.
Pero, como con el comunismo, pierdan toda esperanza.
Humanizar a los animales al tiempo que se deshumaniza a las personas. Esa es la idea.