El caso Djokovic ha puesto de manifiesto la existencia de una corriente ideológica, nada despreciable en cuanto a su capacidad de movilización, que tiene una concepción, digamos, stirneriana de las relaciones sociales. Entiende que el Estado no se puede meter, en ninguna circunstancia, en ese ámbito de derechos sagrados, individuales, reservados para el “único y su propiedad”.
“¡Fuera, pues, con toda causa que no sea del todo mía!”, escribió Max Stirner en El único y su propiedad. “Decís que mi causa al menos debería ser la buena causa. ¿Qué es bueno y qué es malo? Yo mismo soy mi propia causa, y no soy ni bueno ni malo. Ninguna de las dos cosas tiene sentido para mí […] Mi causa no es ni la divina ni la humana, no es la verdadera, buena, justa, libre, etc., sino solamente la mía, y no es ninguna causa general, sino que es única, como yo soy único”.
Así, ya puede perecer el mundo alrededor que los derechos del individuo stirneriano tienen que prevalecer por encima de todo, no pudiendo ser atravesada su piel por ninguna instancia que se pretenda superior, sino que esa decisión tiene que quedar protegida, como la naos de los templos de la antigüedad, sin que nada ni nadie pueda atravesarla.
Cualquier intento por parte del Estado de inclinar, compeler, ya no digamos forzar, a que un individuo se vea obligado a hacer con su cuerpo (en tanto que instrumento de su propia causa, lo que no quiere), convierte a ese Estado, automáticamente, en un Estado totalitario, despótico, tiránico.
Novak Djokovic es un jugador de élite y, como tal (dado que tiene una vida laboral relativamente corta, quince años a lo sumo), vive muy (de)pendiente de su salud, con mucho cuidado de lo que se mete en el cuerpo (un régimen alimenticio y gimnástico muy cuidado, etc.).
Según él mismo ha manifestado, las vacunas contra el coronavirus no están del todo testadas y él, en esta situación, ya que no es obligatorio, se niega a vacunarse al no conocerse bien sus efectos, y no sólo los secundarios.
Esta posición, discutible pero razonable, tropieza con la necesidad, también como deportista, de competir y entrar en el circuito de competiciones del tenis internacional, topándose, a su vez, con el ordenamiento jurídico de los estados y sus barreras políticas de entrada, si se quiere igual de sagradas, que son las fronteras.
Esos requisitos, los que ha establecido, en este caso Australia (tampoco muy claros, porque hubo cierta confusión entre los requisitos estatales, del estado de Vitoria, y los federales australianos), exigían la vacunación para entrar, y poder competir en uno de los grandes torneos de tenis anuales.
[Hay que decir que Djokovic, en su momento, rechazó competir bajo bandera británica -y por tanto de la Commonwealth, y no es descartable que esto sea la factura que esté pagando por ello].
En cualquier caso, esta situación conflictiva, al tratarse de una figura destacada del tenis mundial (el número uno de la lista ATP), sirvió de trampolín para que esa concepción atomista, que comprende el bienestar individual como única causa legítima, mostrase toda su beligerancia actual, aprovechando la notoriedad de Djokovic, convertido así en héroe stirneriano.
Cualquier causa social que desborde la individual (ya sea la de clase, la nacional, la causa confesional, etc.) es espuria, una pura coartada para asfixiar la causa de la única realidad no abstracta que debe prevalecer, la del individuo.
Un posicionamiento este que, naturalmente, pierde de vista cualquier noción de bien común, y por tanto de comunidad política, en la medida en que la única justificación de la acción del estado está en, prácticamente, desaparecer en sus funciones características (soberanas: hacer leyes, imponer impuestos, relaciones con otros estados, juzgar a quien no cumpla con las leyes, etc.), para convertirse en un árbitro (tecnocrático) al servicio de los intereses de (cada uno de) los individuos.