Necesitamos la luz. Y no sólo la luz eléctrica, esa que está por las nubes y cuyo precio no baja. Necesitamos, según parece, la luz espiritual, una luz de faro y de guía que ilumine nuestras vidas y nos proporcione un cálido y confortable resplandor que temple nuestra existencia.
La cosa venía de antiguo, pero he observado que ha estallado definitivamente en la difusión de los mensajes y deseos navideños, condicionados por la angustia oscura de la pandemia. El personal, según se ha comprobado en los móviles (en sus lumínicas pantallitas), ya no se desea, o no solamente, la paz mundial de las misses, el trabajo y la salud (la saluz, sería) para todos. Ahora se ambiciona la luz, que todos seamos y tengamos a un “ser de luz”.
Seres de luz, lo que quiera que sea eso es lo que debemos querer ser y queremos tener a nuestro lado. Hemos reeditado una especie de nueva fase New Age, vagamente inspirada en las criaturas angélicas de la Biblia y en las fantasmagorías más tranquilizadoras (si las hubiera) de la novela gótica.
Hasta hace poco, decíamos de algunas personas que tenían luz en la cara, queriendo decir con ello que poseían una belleza serena e irradiante, acaso vinculada a una bondad interior que asomaba a sus rasgos faciales y a su reconfortante gestualidad.
Por ahí van los tiros, pero los seres de luz (según cabe deducir) son, o han de ser, más que eso. Estamos hablando de personas bondadosas, sí, positivas, cuya alma pura y ejemplar nos sonríe a través de sus labios y, sobre todo, de sus actos, de modo que son guías, ejemplo, fuente y fuerza energética y, sobre todo, claro, faros que nos iluminan y nos proporcionan el bienestar y la suave tibieza de los rayos del sol en las tardes primaverales y en las mañanas veraniegas.
Esta afición (y nostalgia) que nos ha entrado por la luz y por estos llamados seres de luz no puede indicar otra cosa que, junto a una añoranza no explicitada de las virtudes curativas de la espiritualidad luminiscente, tenemos la conciencia intuitiva de estar viviendo en tiempos de tinieblas, en una noche aciaga del mundo, en la oscuridad de la historia, en un apagón.
En ese apagón (me limito a interpretar, ¿eh?), sentimos que proliferan los seres tóxicos, los seres negativos de mirada negra, los seres que son tormentas y arrecifes que se interponen en nuestra navegación, los seres sarcásticos que alzan sus voces en las sombras del bosque espeso que atravesamos y, frente a ellos, para contrarrestarlos, necesitamos, según se está viendo en los mensajes y en los buenos deseos navideños, la luz y a los seres de luz.
Y esta luz, por qué negarlo, también es cara. Y no la producen las centrales nucleares. ¡A ver cómo nos apañamos para conseguirla!