Ahora que se acaba de detectar el primer caso de la cepa sudafricana en Cataluña, resulta aún más necesario tomar la determinación de cancelar, en términos prácticos, la Semana Santa. O, al menos, de prescindir de su vertiente social que es, como todos sabemos, enorme.
No se trata de salvar esas vacaciones, como asombrosamente piden algunos, sino de salvar a los ciudadanos de una pandemia que cada vez resulta más asfixiante, en parte por la propia agresividad del virus, en parte por la acumulación de meses sometidos a una nueva vida que desde luego resulta más compleja y, al mismo tiempo, más aburrida.
En Navidad no lo hicimos. Tuvimos la oportunidad de frenar la pandemia, pero acabamos impulsándola. Muchas familias sucumbieron a la tradición, o a la tentación, y prefirieron reunirse, abrazarse y, demasiadas, arriesgarse a sufrir un contagio. En numerosos casos (ayer fallecieron más de 700 personas) ha resultado mortal.
Las cifras lo reflejan sin dejar lugar a duda alguna: si hay fiesta, se expande la Covid y muere gente. Si hay confinamientos selectivos y cese de actividades innecesarias, se reduce la tasa de contagiados y se contabiliza un número definitivamente inferior de fallecidos.
Fernando Simón, el tipo que gestiona la crisis en nombre del Gobierno, dijo, refiriéndose al período navideño, que nos lo habíamos pasado “demasiado bien”. A pesar de que el ahora candidato Salvador Illa considera que “ojalá que hubiera más Simones”, el responsable de Emergencias sanitarias ha cometido muchos errores, quizá demasiados.
Su manera de referirse a nuestra actitud durante las fiestas de diciembre es solo uno más. Porque la verdad es que no fue así, por supuesto. Lo pasamos lo mejor que pudimos, pero la mayoría observó las exigencias y las recomendaciones de Sanidad.
Sin embargo, está claro que no fue suficiente, y por eso hemos vivido un enero trágico. El comienzo de febrero no permite, tampoco, hacerse demasiadas ilusiones.
Esto no puede volver a pasar. Ahora tenemos otra oportunidad y, esta vez, no podemos fallar: el conjunto de la sociedad debe aceptar que es imprescindible una Semana Santa en la que, utilizando la terminología del ya famoso epidemiólogo español, lo pasemos peor que en Navidad, pero vivamos mucho más.
Así que cancelemos la montaña y la playa, los viajes, los encuentros con amigos y familiares. Prescindamos de la Semana Santa, al menos como la hemos conocido hasta ahora. Sólo así lograremos evitar una cuarta ola. Sólo de este modo evitaremos que el péndulo de la Covid vuelva a inclinarse del lado del contagio masivo, de las restricciones adicionales y de las nuevas tragedias en las UCI de todo el país.
Está claro que la administración de las vacunas no está resultando tan sencilla como se preveía y que esto, lamentablemente, tendrá una incidencia importante en el tiempo que aún deberemos vivir protegiéndonos del coronavirus.
Se han vacunado numerosos políticos abusando de su posición pública, algunos militares de alto rango también lo han hecho y hasta el obispo de Alicante. Pero el ritmo para los que de verdad necesitan las vacunas es, sin duda, muy inferior al deseable.
Por ello nos quedan aún algunos meses difíciles. Está en nuestra mano, al menos en parte, que las cifras de fallecidos sean unas u otras antes de que concluya el último ataque de este virus, ese al que se refería sin saberlo del todo Bill Gates en una charla TED de hace seis años.
Cancelemos, pues, la Semana Santa de 2021. Hacerlo nos permitirá vivir muchas más, y serán mucho mejores.