Rainer Maria Rilke dejó dicho que la niñez era la verdadera patria. Carlos Marzal delimitó el país de la infancia en los lindes del verano. Antonio Machado también le dio vueltas al poso inmarcesible de los albores de la existencia cuando escribió aquello de “estos días azules y este sol de la infancia” en un verso hallado en su último gabán en Colliure.
Es inquietante la potencialidad indagadora de los poetas ahora que la última representación de aquellos años felices es un paisaje surcado de mascarillas e hidrogeles alcohólicos. Cuesta creer que todo volverá a ser como antes; que llegará el momento de desembozarnos sin que hablar a cara descubierta suponga un peligro para nadie; que llegará el día en que este verano de temores fundados pase a formar parte de los recuerdos felices de los niños de hoy.
El mejor modo de que la palabra porvenir parezca una proyección natural del presente y no una quimera tributaria de la fe es que el debate público se centre en construir una rigurosa esperanza. Una esperanza que sólo resultará fiable si emerge destilada de propagandas y medianías. No parece menor el desafío en una nación que, a tenor de sus periódicos, y bajo el prisma del aforismo de Arthur Miller, dejó de hablarse a sí misma para entregarse al estúpido ejercicio del bramido cuando más necesarias eran la mesura y el acuerdo.
Es verdad que la pandemia pone todo en su sitio, empezando por la preeminencia de la estupidez y su contrario. Así, la interdependencia de los países en una economía global que parece desmoronarse como un castillo de naipes, la vulnerabilidad estructural de los estados del bienestar y la ociosidad de una cultura política basada en el automatismo de la confrontación comparecen retratadas frente a una nueva agenda de necesidades y actitudes que no admiten demora.
Por ejemplo, la reconsideración de los sistemas productivos y del comercio mundial para hacerlos ecológicamente sostenibles, el fortalecimiento de los sistemas públicos de salud y de la red asistencial pública y privada, y el robustecimiento de los organismos internacionales y sus mecanismos de cooperación en situaciones de emergencia. Partir de concepciones más o menos liberales o socialdemócratas no debería impedir el consenso. Más bien al contrario, debería multiplicar los caminos posibles de alcanzarlo.
Las necesidades son acuciantes. Y nos jugamos que los días sigan siendo azules como el sol de la infancia. Y que el verano siga siendo, dentro de 40, 50 ó 60 años, la patria que anhelen los niños de hoy.