Pocos días después de irrumpir EL ESPAÑOL en el ruedo ibérico me dijo uno de sus máximos responsables que acabaría fondeando en este puerto. Razón llevaba.
Ha corrido desde entonces mucha agua tirando a turbia bajo los puentes, pero aquí me tienen. Fue precisamente Pedro Jota quien me abrió las puertas de El Mundo el mismo día en que lo creó, de igual forma que años atrás me había abierto las del inolvidable Diario 16, y quien hace exactamente doce años y tres meses acogió en las páginas del periódico que entonces dirigía al Lobo Feroz, náufrago hasta ayer mismo de la arbitrariedad de una empresa contra la que, por elegancia, no quiero alzar la voz, aunque razones y estocadas no me faltarían.
La vida es como es, y punto. Cada vez que una puerta se cierra, hay al menos una ventana que se abre. Corren ahora malos tiempos para la libertad de expresión, amenazada, como siempre, por el coronavirus del totalitarismo y la pandemia del servilismo, y sé que me estoy enrolando, gracias a la hospitalidad de quien la capitanea, en una carabela a bordo de la cual podré seguir haciendo lo que siempre he hecho: poner mi pluma al servicio de la libre opinión, de la independencia y de la búsqueda, coronada o no por el éxito, de la verdad. Palabras, sólo palabras, bien lo sé, que haré todo lo posible por convertir en hechos.
Es la tercera vez, Pedro, que navegamos juntos. Ganas me dan de decir, un poco megalómano, como soy, que es el tercer viaje de Colón. Periodistas de los de antes somos y periodistas seremos en la nueva era que empezará cuando esta intrusa viral, nunca mejor dicho, se bata en retirada. Esperemos que así suceda, aunque yo, que además de ser megalómano tiro a apocalíptico, no estoy nada seguro.
Creo que la naturaleza sale por sus fueros y se rebela contra la criatura humana que tanto ha abusado de ella. Los virus son entes diabólicos que no están sujetos a las leyes de la termodinámica, mutan a su antojo y se multiplican según baremos que escapan a nuestra comprensión. Ya veremos, pero que no nos vendan, como lo están haciendo, la esperanza de que tras esta debacle volvamos a la normalidad. ¿A qué normalidad? ¿A la misma que rindiendo idolatría a la religión del Becerro de Oro y a la estupidez del homo festivo ha generado la pandemia? No, no, por favor.
Yo no quiero volver al mundo de hace tres meses. Yo quiero llegar, como Colón en sus viajes, al litoral del Nuevo Mundo. Que todo cambie para que la vida siga.
No soy optimista, pero sí soy voluntarioso. Remaré a contracorriente en las dos columnas mensuales cuya singladura comienza en ésta. El Lobo, que es el más ibérico de todos los animales, seguirá aullando aquí por mucho que los carroñeros ululen a la luna.
A los ocho años, como sabes, Pedro, fundé un periódico ológrafo y de ejemplar único que se llamaba, qué cosas, nada menos que La Nueva España. Ahora tengo ochenta y tres y acabo de fundar una revista digital ‒La Retaguardia‒ en la que mañana mismo, con tu venia, colgaré esto. EL ESPAÑOL es un acorazado y mi revista, hoy por hoy, tan solo una chalupa, pero ambos forman parte de una sola flotilla.
Pensé en renunciar al rótulo de El Lobo Feroz y de sustituirlo por El Francotirador, pero he optado por acatar la antigua norma del periodismo canónico: nunca debe tocarse una cabecera que funciona bien. Tan bien funcionaba la del Lobo que quizá por eso mismo han querido amordazarla. Canónico es el título de esta primera columna, amigos: Buenos días y buena suerte.