Imaginen lo que una sola frase de inspiración luso-germana –"quedan prohibidos los partidos políticos de intereses o ámbito regional o que pongan en peligro la existencia de España"– habría hecho por la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos españoles en 1978. Quizá, es probable, la Constitución se hubiera aprobado con sólo un 80% de los votos en vez de con ese 91,81% que incluía también a buena parte del nacionalismo catalán y vasco. Pero ¿y qué?
¿Qué más da cuando la nueva Constitución republicana, socialista y federal que Pedro Sánchez acaba de imponer a los españoles por la vía de los hechos consumados tendría serias dificultades para llegar a un 50% de los votos afirmativos en un hipotético referéndum?
Y eso contando con el apoyo unánime de la extrema derecha nacionalista catalana, vasca, balear, asturiana, valenciana y gallega, hoy atrincherada en partidos nominalmente progresistas y de izquierdas. O con el apoyo del neocantonalismo leonense, turolense y soriano, esos machos beta del agrocarlismo que se conforman con chupar el cadmio de las cabezas de gambas que sus amos catalanes y vascos arrojan al suelo.
Quizá habría sido hasta buena cosa forzar el voto negativo del nacionalismo en el referéndum de la Constitución para evidenciar lo que hace cuarenta años era una sospecha y hoy es ya una certeza: que el proyecto del nacionalismo para España no es el de la democracia constitucional del 78, sino el de la España cainita de los republicanos de 1936, la peor generación de españoles jamás producida en este país.
Entre la independencia de su región junto a una España libre y en paz, y una simple confederación en el contexto de una España azotada por una guerra civil fría a la que sangrar por la vía del chantaje, el nacionalismo siempre escogerá la segunda opción. ¿Para qué darle el alta al huésped cuando el parásito puede vivir de él in sæcula sæculorum?
Porque el objetivo no es ya la secesión radical, sino el vasallaje del resto de los españoles. Cataluña y el País Vasco son inviables en solitario. Pero una Cataluña y un País Vasco ejerciendo de caciques de una Extremadura, una Andalucía y unas Castillas cautivas ya es cosa muy diferente. ¿Quieren una pista de por dónde van a ir los tiros? Ahí la llevan.
Y de ahí la investidura de Pedro Sánchez. "Una oportunidad para el independentismo" en palabras de esa misma ERC cuyo líder no sólo cuenta con un despacho personal en el ala de psiquiatría de la prisión en la que cumple condena por un golpe contra la democracia –"habrá que jurar que todo esto ha ocurrido", efectivamente–, sino también con los servicios personales de toda una Abogacía del Estado.
A China y a Pedro Sánchez hay que agradecerles, y entiendan aquí el verbo agradecer en el sentido más cáustico posible, haber fulminado dos de los axiomas políticos más duraderos de la historia contemporánea. El de que es imposible el progreso social, económico y tecnológico de una nación sin democracia. Y el de que las democracias consolidadas son sistemas autoinmunes capaces de depurar por sí solas sus afecciones más graves. Adaptando ese viejo chiste francés, desde la invención de China, de Pedro Sánchez y del bidet, ni el progreso sabe a progreso, ni la democracia sabe a democracia, ni nada sabe ya a nada.
Llevaban tanto tiempo los medios socialdemócratas atrincherados frente al supuesto auge del nazismo, de los populismos de extrema derecha, y hasta de Donald Trump, de Boris Johnson y de Viktor Orbán, que nadie vio llegar a Pedro Sánchez. Ese "octavo pasajero de la Constitución de 1978" según la brillante, pero sobre todo precisa, definición de Jorge Bustos.
Si el miedo era la llegada de un Vox que se apropiara de las instituciones, burlara la separación de poderes, sustituyera la acción de gobierno por la propaganda, devaluara la democracia y gobernara en contra de la mitad del país, habremos de vanagloriarnos entonces del advenimiento de un PSOE que se ha apropiado de las instituciones, burlado la separación de poderes, sustituido la acción de gobierno por la propaganda, devaluado la democracia y que se dispone a gobernar en contra de la mitad del país. La mitad demócrata, que coincide casi al 100% con la mitad productiva. ¿Qué puede salir mal?
Conviene no olvidar, en cualquier caso, que todo lo que ocurra a partir de hoy en España no será sólo consecuencia del capricho del más desolador de los presidentes de la historia de la democracia española, uno que hace bueno hasta a Fernando VII. Sino de la voluntad de esos diez millones de ciudadanos que el pasado mes de noviembre votaron por un gobierno que puesto en la tesitura de escoger entre la democracia y el golpismo escogiera al golpismo; entre Inés Arrimadas y Quim Torra, a Quim Torra; entre Pablo Casado y Arnaldo Otegui, a Arnaldo Otegui, entre la paz social y la confrontación, la confrontación; y entre la Constitución y los derechos de pernada cantonales, los derechos de pernada cantonales.
Bien. Es el país que los votantes de PSOE, Podemos y Más País han deseado durante tanto tiempo. No para ganar la Guerra Civil en diferido, como creen todavía hoy algunos inocentes, sino para finalizar el proyecto truncado de la Segunda República.
Es decir, el de la imposición de un régimen socialista revolucionario cuyo objetivo no es el progreso de España, sino su desmantelamiento total para el posterior modelado a imagen y semejanza de las herrumbrosas utopías adolescentes de un puñado de arribistas de la política cocido a fuego lento en la universidad con la peor ratio de licenciados/días cotizados de todo Occidente: la pública española. ¡Pero si su "programa de gobierno" ni siquiera sabe distinguir entre la facturación de las empresas y sus beneficios reales!
España tiene dos problemas. Una izquierda que considera la democracia como un medio y no como un fin. Y una derecha que todavía sigue creyendo en el excepcionalismo leyendanegrista español. Es decir, en la idea de que España es el único país del mundo en el que sólo es posible ganar las elecciones sometiéndose a ese marco ideológico socialdemócrata que en el resto del mundo se derrumba, elección a elección, para beneficio del verdadero progreso.
Este gobierno de socialistas, populistas, simpatizantes de ETA, sediciosos, malversadores, caballos de Troya del foro de Sao Paulo y ultraderechistas regionales no es un gobierno más. No pone en riesgo tal o cual derecho. Pone en riesgo la misma convivencia entre españoles. Y Pablo Casado, que no será ya jamás presidente de España, está errando tanto el diagnóstico como la receta. ¿A qué está esperando para romper todos los pactos –y todos son todos, caiga quien caiga– que mantenga el PP con el PSOE o con Podemos o con los nacionalistas en ayuntamientos, diputaciones y comunidades?
Es el PSOE el que se ha salido, con conocimiento de causa, del carril de la Constitución. Sólo faltaría que el PP le siguiera por esa deriva. Como en 1978, hay que volver a marcar la raya entre los demócratas y el resto. Porque el eje no es ya derecha-izquierda. Ni siquiera globalismo-soberanismo. Es democracia-autoritarismo. Es soberanía-vasallaje.
Pero mientras eso no ocurra y Pablo Casado siga actuando como si este fuera un gobierno más, sólo que levemente más radical de lo deseable, feliz 1936.