Que las próximas guerras de Occidente serán civiles y entre nacionales y nacionalizados en lo administrativo, pero no en lo cultural, ni cotiza en las casas de apuestas. Que serán guerras cortas y que las perderemos nosotros por huevones, también.
A mí la cosa me pillará ya de retirada y con el suficiente capital acumulado como para largarme a Papúa Nueva Guinea a verlas caer por YouTube, a la sombra de un cocotero y con una piña colada entre las manos. Pero es incluso probable, si la cosa va rápida, que muchos de los jóvenes y las jóvenas que ahora votan igualitario, solidario y ecofeminista, esos que creen en la pamema de un eterno progreso que se defiende solo y gracias a la fuerza de su superioridad moral, se coman el fregado a dos carrillos.
Sus caras de estupor serán dignas de ver cuando comprendan que lo que tienen por delante no es la versión premium de sus derechos actuales sino la versión freemium de los que disfruta hoy una saudí. Cuando entiendan que el progreso de la humanidad es constante, pero sólo a nivel global y visto con la perspectiva de los siglos. No a nivel local ni, mucho menos, individual.
Ejemplos ha habido en la historia para dar y tomar. Las civilizaciones se desmoronan con imparable regularidad y eso supone el progreso para los que vienen detrás, pero una brutal caída del caballo para los que estaban antes. Breaking news.
¿Apocalíptico? Vivimos bien y eso nubla nuestra perspectiva. Tampoco se vivía mal en la Roma de finales del siglo IV. En 410, los visigodos de Alarico I saquearon la ciudad. Fue el principio del fin del imperio. Pero los romanos de la época tuvieron suerte. Según cuentan las crónicas de la época, los bárbaros mataron y violaron romanas con menos brutalidad de la que se esperaba de ellos. Quizá nosotros no tengamos tanta suerte y nuestros bárbaros no tengan los mismos remilgos que los visigodos.
El saqueo de Roma por parte de Alarico I fue un hito. Era la primera vez en ochocientos años que un invasor lo conseguía. Nadie de la época lo creía posible diez minutos antes de que ocurriera. A fin de cuentas, por las mismas avenidas donde siglos antes habían marchado las legiones ahora zanganeaban los poetas, los sacerdotes y los prefectos. ¿Y acaso eso no es señal de progreso?
El cuento les sonará. Ahora nuestros poetas van tatuados para simular la masculinidad que les han emasculado a golpe de #metoo, nuestras sacerdotisas escriben en la prensa socialdemócrata con faltas de ortografía y nuestros prefectos son poco más que taxistas de las mafias de la inmigración ilegal. Pero, por lo demás, nada ha cambiado. Si estos son los que han de preservar la civilización, ya pueden ir comprando su túnica de esclavo por si la que les cae en gracia en su momento rasca.
En 410, los romanos de la época culparon del saqueo al auge del cristianismo y el correspondiente abandono de los viejos cultos romanos. En realidad, la decadencia del Imperio Romano había empezado mucho antes. Las civilizaciones, como los tiburones, sólo pueden avanzar: si dejan de nadar, si dejan de conquistar, si dejan de imponerse por la fuerza, se hunden y mueren.
Y las conquistas de Europa hace tiempo que sólo son morales, es decir inútiles. Las conquistas militares, inexistentes. Las culturales, ocio mojigato para elites cada vez más estúpidas y beatas. Las económicas, simple inercia de tiempos pasados.
Los bárbaros no llegarán solos. En Silicon Valley nació una nueva religión hace quince años y la respuesta de Europa fue exigirle a sus cardenales el pago de más impuestos. Como si esas nuevas iglesias fueran empresas del siglo XX y no el caballo de Troya de una Nueva Era de los Gilipollas con Móvil. Así de ciegos andamos por aquí. Entre los hunos y los hotros han reducido nuestra capacidad de autodefensa al mínimo. Seremos pasto para ellos. Ya lo somos.
A todo esto reaccionaremos igual que en la Roma de 410. Diremos que si la democracia ha fracasado es porque no la hemos aplicado con el suficiente entusiasmo. Es un autoengaño de patas cortas. La democracia europea es la del tipo socialista, que es sólo una de las muchas posibles y probablemente la más débil de todas ellas por su renuncia a la violencia. El desenlace de las hostilidades está escrito ya hoy y la única duda es el ritmo al que palmará Europa. La culpa es nuestra por habernos creído a Fukuyama.