Se nos va con Juan Carlos I una época. Lo que viene, ya, será un tiempo, otro, plural de letizias y de retoques. Un capítulo patrio de niñas lánguidas que quieren ser princesas y que se quedarán sin la gloria por orden sucesorio.
Hay quien llora debajo del retrato del Borbón en la esquinita de Lucio, y hay quien ve que los toros se quedan sin su más feliz defensor antes de que llegaran Chapu y los madueños. Renunciar a lo de emérito es como renunciar a un primo en Graná (que ni es primo ni es ná), pero que se vaya por la puerta de atrás dejándole la tostada a Ortiz Rocasolano y el consorte. Así se las apañen...
La Historia le guarda ya a Juan Carlos I su sitio. Con sus yates en Palma, sus chapuzones, sus renuncias. Y también con los helicópteros y una leyenda que me lo deja en el mismo nivel dorado que a Julio Iglesias o Julio César. Juan Carlos ha borboneado y mientras borboneaba pasaba la misma Historia -en mayúsculas-.
Hubo un momento en el que esta Carpetovetonia fue juancarlista como fue sanchista y antes marianista: la España que embiste antes de pensar y que se ha arrimado a quereres buenos y a quereres peores. El que fue muñidor de la Transición tenía, como mi tito Miguel, sus horarios y sus amigas vikingas. Las pasiones humanas, como la hemofilia, vienen en el DNI.
Mi relación con Juan Carlos pasa por amigos comunes de la zona de Mariana (Cuenca), un apretón de manos, una fisura en la costilla que me dio un protopodemita cuando hubo un país que se agendaba para pitar al Rey y pasarse por un desahucio en Moratalaz en la misma jornada. Quién sabe si a cualquiera de Sálvame -o de lo de Ferreras- le dieran los tres ejércitos en qué pudiera quedar España.
Quiero decir que salir en las monedas tiene su precio, y que los Borbones son de tiro fijo y baraka, a pesar de todo. Si los que quisieron modernizar España cabían en un taxi frente a los brunetes, todos cupieron en el taxi de Juancar. Es taxi que pasando el tiempo se hizo AVE -y hasta VTC- y nos puso mirando a La Meca.
España está sin Juan Carlos y sin Carmena, y Madrid siente una nostalgia anticipada de manolas ociosas que jugaron a Carlos III y de reyes que van a los toros en una democracia cornúpeta y asentada, a pesar de todo.
Está bien que el Rey se vaya a navegar con quien quiera, se vaya a comer ostras con quien quiera. Y que le ponga un piso a una rubia, que es el sueño que tenemos aquí los de la clase media con canas en las ingles.
Cuando un rey puede leer su epitafio en los papeles desayunando un Vega Sicilia se puede afirmar que no todo está perdido. Y lo que le resta a Juan Carlos de larga residencia en la Tierra lo adelantó Sorrentino en La gran belleza.
Sí. Juan Carlos es Jep Gambardella a la manera borbónica y españolaza. Por romano y por más cosas.