¿Qué era, qué era...? ¡La semilla del diablo! Flotaba yo en la desembocadura de un duermevela, bendecido por esa engañosa y fugaz lucidez que parece ir a descifrártelo todo, cuando vi a la patria adoptar la figura ingrávida de la grávida Mia Farrow. Y lo comprendí.
Lo comprendí, claro, si nos atenemos a las reglas volátiles de esa zona franca entre sueño y vigilia. No albergo una gran esperanza de que mi certidumbre se pueda trasladar al texto y sobrevivir, es poco posible que alcance con éxito los millares de cerebros que, en red con EL ESPAÑOL, me leen. ¿Pero qué otra cosa es escribir sino el acatamiento de una descabellada obligación presentida? ¿Qué sino intentar, sin esperanza, cumplirla? Allá voy.
La patria era Mia Farrow, ya lo he dicho. Polanski confiere una condición orgánica y luctuosa al edificio Dakota, cuya maldición continuará para desgracia de John Lennon. O bien los lugares están malditos en sí mismos —y España no tiene solución, como en realidad creía Azaña—, o bien ciertos malditos habitantes los envenenan: la secta sonriente, la pareja de amables vecinos que tutela a la pobre Rosemary, que doblega la voluntad del débil marido actor, encarnado por John Cassavetes. El vecino puede ser tu enemigo, es difícil prepararse para eso, pero el nacionalismo real y el satanismo literario lo demuestran con un mismo mensaje.
El último mandato presidencial de nuestro edificio Dakota, digo de esta legislatura, ha durado lo que una gestación. Tan indefensos, tan ingenuos, tan expuestos como Rosemary, ¿cómo íbamos a imaginar que aquel que parecía tan buen tipo, quizá no muy profundo, quizá sin gran bagaje, pero con una excelente primera impresión, iba a ceder el cuerpo de Rosemary, su futuro y descendencia, a la secta de la revolución de las sonrisas?
Cada entorno diabólico o morboso tiene su puerta de escape. Y la puerta por donde escapamos es la misma por donde luego puede entrar la flotilla de limpieza y desinfección integral. Cazafantasmas, regeneradores de la vida pública, ya saben. Pero ojo. Recuerden que al final, cuando Mia Farrow recurre horrorizada al médico —la, Justicia las instituciones intachables y ajenas a la lógica siniestra del micro universo Dakota—, sucede lo peor, lo inimaginable, es el fin de toda esperanza: la Justicia, digo el médico, pone al marido sobre aviso. El ginecólogo es una especie de juez Vidal. Ya en fase REM, vi a Torra y a Calvo, copa de champán en mano, acercarse a una cuna.