La casa común del centro derecha como edad de oro, como antídoto, como cortafuego ¿Es posible su reedición? ¿Cabe volver a construir ese lugar común en el que liberales, democristianos y conservadores encontraron acomodo en el partido del 89? ¿Es factible la vuelta a casa cuando se ha salido dando un portazo o cuando se ha encontrado la ilusión perdida en otro lado y además ya no se tiene miedo?
Cuando Jaume Vives intervino en la Convención Nacional del PP de este fin de semana contó que había pedido a sus seguidores de Twitter que le dieran ideas para su intervención –“¿qué queréis que les diga? No os cortéis”- . El primer mensaje le llegó desde Oviedo: “Que es demasiado tarde”. ¿Lo es?
La España y la derecha de hoy no son las del 89. Donde entonces se hablaba de corrientes políticas con un sustrato teórico cuando menos bien fundado, hoy se habla de sensibilidades sin que se sepa muy bien qué son. Si acaso alguna mención al liberalismo, a veces sin distinguir entre el político y el económico. Poco más. O lo que es peor, en ausencia de una argumentación política sólida, tomando como propio el imaginario de la izquierda o del nacionalismo y colocando el meridiano de Greenwich del centrismo donde la izquierda o el nacionalismo dicen que está: concretamente a la izquierda.
Y así, las sensibilidades no son más que o bien la aceptación acrítica o el apoyo más o menos entusiasta a lo que la izquierda ya ha consolidado social y políticamente, o bien todo lo contrario: la defensa numantina de unos principios que un día fueron buenos para el partido –porque lo eran– a pesar de las modas, del cálculo electoral y el ostracismo de quienes los defendieron.
Eso nos lleva al segundo motivo que indica que ni la España ni la derecha de hoy son las de la refundación de Aznar: En ese momento había mucho que hacer y poco que deshacer.
Y a pesar de ello en esa casa común se dejó, por lo que fuera, que el nacionalismo se impusiera en las Comunidades bilingües, en la Educación, en la Cultura, en contra y a costa de la mayoría de sus ciudadanos, incluso ante la ignorancia –como ahora se ha comprobado– de los afiliados y votantes del resto de España, que jamás hubiesen imaginado a su partido partícipe de la imposibilidad, en algunas partes de España, de ser escolarizado en español, o de que la lengua española tuviera siquiera presencia testimonial en la Educación. Menos aún que ese partido acabase por hacer suyo parte del argumentario nacionalista, de manera que fuese infinitamente más fácil estar de acuerdo con el ideario del PP pongamos en La Rioja que, por ejemplo, en Baleares.
Por otro lado, podía gustar algo, poco o nada la política de Felipe González, pero sólo en algunas cuestiones se propuso cambiar la sociedad más allá de lo que la sociedad quería. Pero luego llegó el zapaterismo y se instaló como corriente política más allá del mandato de Zapatero, de modo que se aprobaron leyes sin más consenso que el pretendido derecho de la izquierda para cambiar la sociedad a pesar suyo.
En un principio el PP se opuso, hasta que dejó de hacerlo y con tan formidable instrumento como la mayoría absoluta no las derogó. Y al final hizo suyo el relato de que estaba el progreso en ellas y que debía apoyarlas porque era el signo de los tiempos, porque había que evolucionar con la sociedad o porque tocarlas no daba más votos y en cambio, podía quitarlos.
Han dicho en su congreso que el PP ha vuelto y que las puertas están abiertas para que regresen todos los que se fueron y todos los que han acabado buscando el PP en otros partidos. También ha dicho Pablo Casado que quiere derribar el muro de la falsa superioridad moral de la izquierda. Ahí tiene una oportunidad de no llegar tarde, si quiere. Porque la izquierda no es una enfermedad pasajera. La izquierda deja secuelas en forma de leyes, que tienen consecuencias. El PP puede no posicionarse sobre ellas, pero si no lo hace, ni muestra el propósito de derogarlas, equivaldrá a tomar partido por su permanencia.
Hablaba Pedro Sánchez el pasado domingo de esa derecha que siempre llega tarde a lo que la izquierda considera avances sociales. Hasta ahora tiene razón. No en que sean avances sino en que la derecha los acaba aceptando, sin ser capaz de elaborar un discurso propio que nazca de la certeza de que si una ley es injusta, el temor a los colectivos –que no a las personas– a las que dicen proteger, no debe impedir que se corrijan o se eliminen.
Soslayar los temas que pueden parecer espinosos tampoco facilita el camino de vuelta a casa, porque no tener opinión no es ninguna virtud en política y además, genera desconfianza. Y si las intenciones son buenas ¿por qué ocultarlas?
La casa común, está bien, siempre que no acabe siendo casa con dos puertas… ya se sabe… “mala es de guardar”.