El panorama se va aclarando. Por lo que se desprende, la formación de gobierno en Andalucía depende de que se deje sin recursos la protección, conforme a las leyes que en la actualidad están vigentes, de las mujeres que sufran maltrato a manos de sus parejas o exparejas. Esas leyes irritan a quienes han de dar su voto para que Juan Manuel Moreno Bonilla realice su sueño de presidir la Junta de Andalucía y, como no tienen diputados para promover su reforma o derogación, se proponen tratar de inutilizarlas mediante la penuria presupuestaria, otorgándole a esta medida el peso de condición sine qua non para facilitar la investidura del presidente y la designación de su ejecutivo.
La formulación de esta pretensión ha desencadenado, es lo que probablemente pretendía, un vendaval de descalificaciones. Es lo que buscan las posturas políticas radicales, que son un barco que siempre avanza con más brío con el viento en contra. Los que se han precipitado a calificarlos de cómplices de quienes maltratan o matan a las mujeres les suministran el combustible para ellos más valioso, que ya están empezando a acopiar en forma de querellas, igual da si exitosas al final o no. Más valdría señalar el envite como lo que simple e inequívocamente es: un puro despropósito, una incoherencia flagrante con la realidad, que proyecta muy serias dudas sobre la aptitud de quien lo hace para tener alguna relevancia en cómo se gobierna nada.
No es ilícito tener objeciones a cómo está legislada una materia determinada. Vale para las leyes sobre violencia de género como para la regulación legal de los arrendamientos o hasta de las servidumbres de paso. Toda norma jurídica es discutible, y más si establece presunciones y diferencias de trato. Ahora bien, quien las sustenta no puede ignorar lo que hay detrás de una ley en un Estado social, democrático y de derecho, que es el que hoy por hoy tenemos según la Constitución. Y en este caso hay, nada menos, un pacto de Estado que cuenta con el voto de una mayoría aplastante en las cámaras representativas de la soberanía nacional: las que hay efectivamente, no las que saldrían de unos sondeos que tan sólo proyectan un futurible hipotético.
Esperar que todo eso se derrumbe por un puñado de votos para lograr la investidura de un barón regional, que hasta ayer mismo estaba en horas tan bajas que ya veía venir por el horizonte la gestora para descabalgarlo, es tener una idea rupestre de la realidad política de una sociedad compleja. Confiar en que alguien sea tan insensato como para abdicar públicamente de lo que ha proclamado como cuestión de principio hasta la víspera, para agenciarse un sillón que le quemaría al instante las nalgas, es desconocer las más elementales reglas de la acción política, incluso en el contexto histérico y enrarecido de la posverdad y el discurso paquetizado hasta la náusea para las redes sociales. No es lo mismo juntarse por interés común con quien defiende y sostiene cosas que tú no puedes defender ni sostener, que dejar que el interés de otro socave los cimientos de tu posición. Nada de esto puede suceder, a menos que sean falsos los principios proclamados; a menos que el insensato lo sea tanto como para facilitar una prueba tan ominosa de su doblez.