Halloween me ha molestado menos este año. No he sabido por qué hasta que Savater sacó su pieza al respecto y desencadenó este flujo de ideas que, mal que mal, reproduzco. Desde la distancia de la edad, de la pérdida o de la sabiduría, que son las tres distancias que agrandan a Savater, la celebración de película americana, denostada por los observadores y adoptada por el pueblo, se ve con cariño. Lo entiendo.
De lo que yo siempre abominé cuando todavía me divertía salir de casa es de lo que aquí llamamos “castañada” y ahí no sé. La celebración autóctona equivalente, con muertos implícitos, sin máscaras ni cicatrices de silicona, ni puñales de plástico. ¿Cómo decir que toda celebración me ha resultado siempre ajena y angustiosa? Dicho está. Ninguno de los rituales de afirmación grupal que he debido atravesar me ha sido grato.
Al deporte, con sus emociones espurias, con su naturaleza intrínseca de suma cero, he sido renuente. El orgullo del universitario, que noté con intensidad a mi alrededor en primero de Derecho, me deprimió. Las cenas de fin de año me provocaban respiración superficial; solo recuerdo haber recuperado el ánimo en una ocasión, cuando un amigo de voz imponente (de hecho, es el mejor doblador de España) soltó, adoptando una expresión de desprecio mientras se pasaba una gomita por el cuello: “Ahora pongámonos los gorritos de cartón y hagamos ver que nos estamos divirtiendo mucho”. En cuanto a las fiestas sorpresa, he tenido que acudir a unas cuantas; no las condeno, pero espero que a nadie se le ocurra jamás agasajarme con una.
Nada de esto me enorgullece. Ojalá hubiera sido un niño integrado, un adolescente menos problemático, un joven tranquilo. Pero entonces, ¿habría podido reunir la independencia suficiente para plantar cara a los nacionalistas cuando todos a mi alrededor parecían nacionalistas? ¿Para jugarme la estabilidad económica una y otra vez? Ser ajeno a lo tribal es bello y acaba compensando, me digo ahora. Pero, ¿no me estaré engañando? ¿No habré desperdiciado tiempo y energía irrecuperables al desdeñar la dulce impunidad de la pertenencia, la calidez del grupo, la facilidad hipnótica del rebaño?
Halloween tiene la virtud de reventar tradiciones y el defecto de estar convirtiéndose en una. En fin, uno es lo que es y no vale la pena tratar de disimularlo: contra la tradición siempre, queridos liberales. Y que nadie tome por novedad y cambio las más viejas y perniciosas tradiciones (brujas disfrazadas de niñas, al revés que en Halloween): las servidumbres que se presentan desde hace siglos como emancipaciones. Nada más viejo que el caos, estrictamente hablando.