Las mujeres no bebemos cerveza: me he enterado esta semana. No, gracias, de verdad, es que no es nuestro estilo. Porque en la cerveza habita un espíritu primitivo, medio obsceno, entre resignado y lúdico, que remite a gradas de fútbol enardecidas, a viejas tabernas donde maldecir la jornada, a corros de amigos con las mangas húmedas destripando política y polvos. Carcajadas amplias y bramidos cómplices: “eres un grande, tío”.
La cerveza pertenece tanto al hombre que a veces va a buscarla solo, porque así -sin refuerzos- es como abordamos las cosas que amamos con la médula: yo contemplo a esos señores gruesos y heridos, tendidos en las barras al salir del curro, silenciosos en la tarea del tragar lento para digerir la vida, y me entran unas ganas terribles de tirar la casa por la ventana y pedirme una, pero me freno. Mejor no, que soy mujer, y el mundo me pide sofisticación, que es una cosa muy mal pagada.
Las mujeres no bebemos cerveza, quizá porque somos un coñazo, como nuestro genital advierte. Buena prueba de ello es que nadie piensa en tomarse una con nosotras: los datos nos golpean, la cobra es inminente. El miércoles leí la encuesta de Cerveceros de España, que preguntaba al ciudadano de a pie con qué personalidad le gustaría irse de cañas: Rafa Nadal, Dani Rovira, Joaquín Sánchez, El Gran Wyoming, Jordi Évole, Pérez-Reverte… una lista de 21 nombres masculinos. Hasta Melendi estaba, pero no había ni una sola mujer.
Pensé entonces, contrariada, en lo que escribió Virgine Despentes: “Gustar a los hombres es un arte complicado, que exige que borremos todo aquello que tiene que ver con el dominio de la potencia (…) Beber es viril. Tener amigos: viril. Ganar mucha pasta: viril. Tener un coche enorme: viril. Andar como te dé la gana: viril. Querer follar con mucha gente: viril. Responder con brutalidad a algo que te amenaza: viril. No perder el tiempo en arreglarse por las mañanas: viril. Llevar ropa práctica: viril. Todas las cosas divertidas son viriles. Todo lo que hace que ganes terreno es viril”.
La cerveza, en su pequeño paraíso líquido -amargo, helado, incitante- es viril. Recoge en su imaginario todos esos hábitos y deseos desengrasantes, liberadores, testiculares, que a mí me pirran pero no han de serme concedidos -aunque los peleo fuerte y un par de veces por semana con mis amigas en nuestro bar de la Glorieta de Bilbao-. Lo más curioso es que la muestra de la dichosa encuesta era equitativa: 50% hombres, 50% mujeres. Para más inri: ellas quieren tomarse la caña con ellos -por cierto, ¿qué pasa con Javier Bardem?-, y ellos quieren tomarse la caña con ellos también, en pleno deleite homosexual, desaprovechando la bala -los hetero- para contemplar y escuchar de cerca a alguna mujer fascinante. No sé. Me da tristeza.
Lo que subyace, al final -y ya sin sarcasmos-, es que ninguna española es tan digna de admiración o de interés como para que los entrevistados deseen tomarse una caña con ella. Y eso que yo doy una mano por llevarme al Toni 2 a María Jiménez -ferocísima y rota- y que me cante Aquella. Qué cerveza no me tomaría con la reina Letizia, de republicana a republicana, para preguntarle “¿por qué?”. Y con la emérita Sofía, para oír su voz -propia- por primera vez. A Christina Rosenvinge le diría, ya abrazadas de confesiones en el garito, que yo tampoco pienso volver “al infierno de la vida conyugal”. Quiero escuchar entre tercios a Marina Garcés, Ana Obregón, Marta Sanz, Belén Gopegui, Ana Belén, Carmen Machi, Candela Peña, Rosario Flores, Rossi de Palma, Maruja Torres, Mila Ximénez, Elvira Lindo, Leila Guerriero, Lola Herrera, Isabel Coixet, Cristina Almeida, Victoria Abril, Chantal Maillard, Estrella Morente, Bárbara Lennie, Ana de Miguel, Emilia Landaluce, Mercedes Milá, Flavita Banana.
Necesito contarle a Almudena Grandes que su Malena es un nombre de tango me voló la cabeza con doce años -¿por qué Fernando no volvió nunca?-. Y destripar con Cristina Peri Rossi sus poemas lésbicos, ansiosos, exiliados. ¿Se imaginan, lanzarse a la cebada con Isabel Pantoja, con su aura gangsta post-prisión? Le preguntaría: “Querida, ¿usted qué tiene: mal ojo o mala suerte?”. Es mi folclórica de cabecera, la que me queda a mano desde que mi Rocío se fue. Y mi Lola. Y mi Chavela. Sueño con derribar barriles con tantas mujeres poderosas, opuestas, desternillantes, efervescentes… que no podría pagar las cuentas. Empezaré por una que tolero, a ratos, y me es asequible: voy a invitarme a una cerveza.