En el catálogo de muertes en directo, la categoría suicidio resulta extrañamente perturbadora porque suscita más sorpresa que lástima, menos pena que curiosidad.
En televisión, la muerte en directo es un espectáculo cotidiano. Hemos visto a jóvenes futbolistas desplomarse sobre el césped en medio de un partido, para espanto de sus compañeros y de la afición. A un trapecista caer del cielo en el Mad Cool, como los pájaros que morían congelados mientras volaban en los primeros párrafos de El tercer hombre. A muchachos negros abatidos por retortijones de plomo cuando les daban el alto en las calles de Los Ángeles. Y a hombres y mujeres arrojarse de edificios en llamas en Londres y Nueva York.
Todas estas muertes televisadas te dejan mal cuerpo. Empatizas con las víctimas y sus familias, y una imperceptible aflicción se queda adentro y reclama su tiempo las noches de insomnio o en el momento de cepillarse los dientes a solas en el baño.
Una muerte autoinfligida y televisada es muy distinta. Resulta menos emocional, pero mucho más intrigante. Esto es algo que sabemos desde el miércoles, cuando el exgeneral serbocroata Slobodan Praljak se levantó y se despidió del mundo y del juez del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia que confirmó su condena a 20 años por crímenes de guerra.
”Slobodan Praljak no es un criminal de guerra. Rechazo el veredicto con desprecio... ¡He bebido veneno!”, gritó el viejo militar antes de ingerir, colérico y temblón, un chupito de cianuro.
Esta serie de fotografías es impactante. Su aspecto de anciano adorable, su barba cana de abuelito de cuento, o de marinero borracho, su traje viejo y descuidado, parecían tan premeditados como su deceso. A las preguntas inmediatas -quién le proporcionó el veneno, cómo logró burlar a los guardias- se suceden las relativas a su identidad, su historia y las motivaciones de su airado adiós.
Entonces comprobamos una vez más que sólo nuestro olvido y nuestra indolencia son comparables a nuestra ignorancia. Las guerras yugoslavas, ese “lío de croatas y serbios” -que cantaba Sabina-, nos abocaron a la complejidad del mundo cuando, en los años de facultad, apreciábamos antes la destreza de los titulares que el horror de las deportaciones, las fosas comunes y los campos de concentración: “Europa muere en los Balcanes”, decían.
Releyendo sobre aquello es honestamente muy difícil desechar la intuición de que este hombre, comandante del temible Consejo Croata de Defensa en Bosnia, no fue en realidad más canalla que algunos de sus oponentes. El problema es que esa sospecha conduce a un oscuro relativismo. Entonces recordamos a Benedetti, que en uno de los poemas de un recital que dió en La Nave de Valencia -me acuerdo perfectamente- decía: “Un torturador no se redime suicidándose... pero algo es algo”.
El suicidio de Slobodan Praljakun debe de haber sido frustrante para los familiares de sus víctimas. Es verdad que nada de lo haga o deje de hacer un criminal de guerra puede resarcir sus fechorías. Pero, como diría el escritor uruguayo, algo es algo.