¡Es el márquetin, estúpido! Si alguna vez alguien dudó del valor que tiene cómo se venden las cosas, también las revoluciones, solo hace falta que se asome a la insurrección catalana. Una imagen ha valido más que un millón de palabras, más que todos los debates, más que cualquier argumento. La imagen de la Policía aporreando a civiles indignó a medio mundo, se apoderó de todo cuanto había tras el referéndum y oscureció las ilegalidades. Al final todo concluyó en esa fotografía, la de la porra.
Mi amigo Lawrence me pidió explicaciones desde Malasia. Terry desde Ohio. Debbie, en Londres, se mostró en shock por cómo la Policía había manejado la situación. “Pero, ¿cómo es que vuestros agentes agreden a la personas solo por intentar votar?”, inquirían mis amigos, aún más enfadados que asombrados.
La Generalitat logró el 1-O lo que buscó: generar romanticismo, seducir al exterior, adueñarse del resultado de la consulta, fuera este el que fuera. Al final, daba igual el número de votos, resultaban irrelevantes los porcentajes. Pero importaba, y mucho, la comunicación, la imagen, el simbolismo de lo acontecido; ahí, los catalanes al mando vapulearon al Estado al mando.
En realidad, si nos ponemos a pensarlo, si alrededor de dos millones de personas cometen a la vez una ilegalidad manifiesta que puede acabar por romper un país, y la movilización acaba con heridos leves y escasas pero desafortunadísimas y lamentables agresiones por parte de algunos miembros de los cuerpos del Estado, el análisis más objetivo podría concluir que la actuación policial no fue tan desmedida. Es más: a pesar de la natural indignación, el rechazo y el espanto que produce ver a un policía pegar a un civil, y que todos compartimos, sin embargo parece excesiva la trascendencia que se la ha otorgado a semejantes hechos, si se tienen en cuenta todas las circunstancias. Por supuesto, a todos nos repugna el uso de la violencia. No debería haber existido ni la más mínima el pasado domingo. Pero tampoco es sencillo cumplir las órdenes de los jueces si miles de personas intentan, precisamente, impedirlo.
En todo caso, ahora la situación es crítica. El golpe a la democracia podría consolidarse, en principio, el próximo lunes. Igual que hace 36 años se detuvo a quienes intentaron derrocar el orden constitucional, resulta urgente bloquear la Declaración Unilateral de Independencia que sellaría en pocos días el Parlament, según anuncian los independentistas de la CUP.
Sin embargo, no va a resultar nada sencillo. Una de las más evidentes diferencias entre este 1-O y el 23-F de Juan Carlos I es que la sociedad civil de entonces estaba casi de forma unánime con la Constitución; en Cataluña hoy hay cientos de miles de ciudadanos en contra de la ley vigente. Quizá se ha ido demasiado lejos, tal vez se haya alcanzado un punto en el que ya no es posible retornar a la legalidad como la hemos conocido. Ni aunque el Rey lo exija con toda la contundencia y todo el aplomo por televisión.
Desafortunadamente para los constitucionalistas, en el post-referéndum la táctica del Govern también está superando a la de Moncloa: su victimismo ha conseguido imponerse al discurso oficial de que no hubo consulta –por supuesto que la hubo, aunque carezca de cualquier credibilidad-, y ha logrado apropiarse, de nuevo, del centro del escenario; con semejante estrategia parece que los represores son precisamente esos que sostienen las leyes.
La intervención del Rey, necesaria y categórica, ha fortalecido el discurso constitucionalista, pero deja poco margen: ya no se busca ningún diálogo, tampoco se lamenta expresamente la violencia. Ahora, Felipe VI solo intenta vencer en la confrontación pendiente, la que saldrá de la aplicación del artículo 155 o de la DUI. Uno de estos dos gravísimos escenarios -o quizá los dos- parece ya inevitable en Cataluña.