No lo has contado.
Empiezo de una manera misteriosa porque es lo que me ha dicho mi amigo Javi, que le prometí que escribiría sobre la superpoblación de tartas de zanahoria en los bares reformados al estilo moderno-antiguo y no lo hice. Es lo que pasa con los amigos de siempre, que las confianzas se han convertido en necesarias. Están muy presentes, le digo. Demasiado, me responde. Andan los aparadores de las cafeterías con muestrarios de tartas de colores que no son normales. Que una cosa es la reforma del local y otra que no sepan vivir sin poner una tarta de zanahoria en la vitrina. Lo escribo para que conste en el artículo, que a los amigos hay que consentirles y darles la razón de vez en cuando, aunque sea para que te la den a ti después como respuesta espontánea. Todos los bares que reforman se parecen, es como el Inditex de la decoración. La misma barra, la misma lámpara y el mismo papel pintado. Los interioristas se copian unos a otros. La frase es de mi amigo, que me apunta que escriba también aquí que se ha cansado de ver bombillas de filamentos tipo Edison. Son la tarta de zanahoria de la iluminación, dice.
Perdonen este pedazo de digresión, lo que yo quería contar es que este sábado en mi pueblo de nacimiento, Utiel, se celebra un acto bien emocionante que quiero compartir aquí.
Presumir de pueblo es bueno, sano y vital, y yo, para más regocijo, puedo presumir de dos: Utiel y Buñol. Me pondría ahora a hacer elogios en plan guía turístico y no acabaría, pero no quiero consumir el espacio de EL ESPAÑOL. A lo que voy. Iré a Utiel con mi mejor sonrisa, la de los sábados, porque soy el encargado de encender la primera de las cinco mil velas que iluminarán las calles. Resulta que en el siglo XVIII los labradores y colmeneros pasaron una sequía de esas que asolan los pueblos. Las Vírgenes siempre echan una mano en estos asuntos y la de mi pueblo no falla: Virgen del Remedio. Cuando acabó la tragedia encendieron tantas velas como abejas tenía una colmena. Ahora la celebración impacta mucho más que entonces, porque las velas crean un espectáculo precioso, único, al que no estamos acostumbrados. A mí, ejercer de utielano me gusta, para que luego digan que nadie es profeta en su tierra, chúpate esa. Me ilusiona y me devuelve a la niñez, cuando esas calles que este sábado quedarán a oscuras, eran mi laberinto de correrías adolescentes. Como diría Lola Flores, venirse.
Tener un pueblo es sanísimo. Y estoy deseando volver con el maletero cargado de dulces del horno, embutidos y vino. Ya sé que son tiempos de operación bikini, pero a mi ya me da igual a estas alturas de abril. Prefiero unas longanizas, unas tajadillas y bien de tomate frito para mojar. Lo sé, lo escribo y salivo. Es lo que tiene el costumbrismo, que se saborea. Y para calmar las inquietudes de mi amigo Javi, pienso venirme con un bizcocho de limón de un metro cuadrado. De esos que saben a pueblo, a verdad, a infancia. La zanahoria, para los conejos.