Mientras nos rasgamos las vestiduras por un travesti disfrazado de virgen, un inapropiado autobús naranja, un burdel hinchable, un diccionario sexista y un europarlamentario machista, una se pregunta cómo es posible que todavía sea necesario discutir en las ágoras de Bizancio cuestiones que parecen tan obvias. Quizá estemos demasiado impregnados de ignorancia y superstición. Quizá todo este frenesí, esta indignación, esta reivindicación permanente oculte algún problema en el orden o el desorden sexual de nuestras vidas.
Y ya que ni políticos, ni periodistas, ni psicólogos, ni gurús ni confesores de credo alguno son capaces de aportar algo coherente, o al menos interesante, sobre estos asuntos, creo que habrá que buscar la respuesta en los pepinos, que también están de rabiosa actualidad.
Los pepinos son un evergreen, como se dice en la neolengua, porque son siempre verdes, muy verdes, y nunca pasan de moda. Desde los tiempos de Cleopatra hasta hoy en día, han sido unas hortalizas de lo más solicitadas. Hidratan, refrescan, desintoxican y desestresan. Además, gracias a su forma fálica, y cada vez más agigantada por cultivos nada biológicos, el pepino se ha hecho fuerte en la industria del sexo, o tal vez contra ella. ¿Para qué gastarnos dinero en vibradores si tenemos en el mercado de la plaza estas cucurbitáceas de propiedades cuasi milagrosas? Al parecer, una australiana decidió ir a ver la película erótica de moda. Pero para ello tenía que ir bien pertrechada, como es natural.
-Déme cuarto y mitad de pepinos, oiga, que me voy a ver las 50 sombras -le diría en inglés esta mujer a su tendero.
Como era una guarra, en el sentido literal y nunca sexual del término, la susodicha accedió a la sala y utilizó un pepino con fines masturbatorios, pues no se me ocurre otra utilidad en un cine. Y luego lo abandonó en la butaca para que algún incauto acomodador lo cogiera con las manos confundiéndolo con una caja de palomitas tiradas. Qué asco. ¿Es que no hay papeleras en Australia?
Mientras tanto, al otro lado del globo (a este lado) los bomberos londinenses alertan en una campaña de las perniciosas consecuencias del llamado “efecto Grey”, fenómeno por el cual las urgencias se están saturando de personas que reclaman auxilio con los más extravagantes objetos insertados donde no se debe. A saber: anillas de acero, bombillas de cristal, botellitas de Coca-Cola que generan el vacío y tubos succionadores varios. ¿Os imagináis aparecer por el hospital arrastrando el último modelo de aspiradora? Un papelón, y la casa sin barrer. Los firemen del Támesis, armados de cizallas hidráulicas para redimirnos de nuestras imprudencias sexuales, afirman que nunca se habían registrado tantos casos. Que es una emergencia social. Que no pueden apagar tantos fuegos.
Socorro. ¿Será que nos da vergüenza comprar un buen juguete erótico? ¿Será que pontificamos sobre la sexualidad del prójimo y escondemos la nuestra? ¿Será que somos simplemente unos hipócritas? ¿Será que tenemos penes y vulvas, pero no sabemos qué hacer con ellos? ¿O será que, al fin y al cabo, ya todo nos importa un pepino?