Rajoy se retrató como un cíborg horas antes de coger el cetro de presidente nacional del PP por cuarta vez desde 2004. Tomémoslo como una confesión, como un gesto de confianza de quien se sabe omnipotente, como un estriptis recatado y árido, sin ánimo de polución. Las gafas de realidad virtual le dan a Rajoy el aire de esos villanos memorables de James Cameron o Ridley Scott en versión conservadora y democrática. Rajoy es un replicante de la política de ademán impasible.
Aquí comprobamos que el presidente invicto del PP no necesita las armas futuristas de Terminator; lo cierto es que ni siquiera necesita un gadget tecnológico para conducirse. Su secreto hasta ahora ha sido abstraerse de la urgencia que sus rivales de partido ya desaparecidos, o los medios, o los jueces han querido imponerle. De ahí que se haya permitido el lujo de tratar la corrupción como “una parte mala de nuestra historia”, horas después de que el TSJ valenciano condenase a nueve años de cárcel a una exconsejera de Camps por el amaño de Fitur.
Reparemos en Rajoy. La mirada perdida a la derecha, la boca ligeramente sorprendida, el cuerpo un tanto amojamado en primer plano sobre una nube de camarógrafos, esos testigos difusos de una realidad que en poco o nada le afectará.
El presidente del PP no permitirá que su imbatible pasado ensombrezca su futuro porque él ha visto cosas que no creeríamos: bastiones del PP en llamas por asuntillos turbios más acá de Orión, su mandato redivivo tras aquel diciembre de 2015 en el que los chicos de Vistalegre pudieron jubilarle poniéndose del lado del PSOE y Ciudadanos.
Rajoy se siente imbatible, sin rivales, incontestado y predica la "épica de la prudencia". Lo ve claro con sus gafas galácticas. Y en modo alguno consentirá que su coronación, después de un año de sobresaltos, se pierda para siempre como lágrimas en la lluvia.