Este viernes el gobierno de Castilla y León decretó un toque de queda, a las ocho de la tarde, tan ilegal como conveniente. Se establece fuera de la franja horaria del estado de alarma en vigor, pero puede ser muy útil para detener el virus en la región. Andalucía pide lo mismo. El dilema es hacer la vista gorda, recurrir el decreto o llevar otro estado de alarma al Congreso. Eso requeriría el engorro de recabar nuevos apoyos políticos. ¿Qué hacer?

Ilustración: Javier Muñoz

Más o menos a la misma hora, el Gobierno conoció con escándalo el decreto de la Generalitat, aplazando las elecciones catalanas hasta el 30 de mayo. El artículo 2 introduce un inaudito escenario de inseguridad jurídica, al hacerlas depender de un “análisis previo de las circunstancias epidemiológicas” por parte del ejecutivo que forman Esquerra y Junts. El dilema es recurrirlo ante la Junta Electoral Central, pedir medidas cautelarísimas al TSJ catalán o mirar para otro lado para no acusar el golpe de la flagrante maniobra contra Illa. ¿Qué hacer?

Hace ya más de una semana que gran parte del centro de España, incluida la capital, amaneció bloqueada por la nieve y el hielo. Se daba la circunstancia de que apenas hacía un mes que el Consejo de Ministros acababa de aprobar un nuevo Plan de Protección Civil que permitía declarar la Emergencia Nacional y recabar todos los medios de auxilio existentes en el territorio del Estado. También cabía la opción de quedarse en Preemergencia y tratar de paliar el caos tan sólo con la UME y las máquinas quitanieves de Fomento. ¿Qué hacer?

En este caso ya sabemos lo que se hizo. No meterse en líos con las demás comunidades. Lo mismo que probablemente ocurrirá con los toques de queda y el artero aplazamiento de las catalanas. Con tal de eludir un conflicto con nuestras taifas, nada tan natural como llegar a la parálisis por el análisis.

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Un año después de su investidura, Sánchez reina mucho más de lo que gobierna. No pretende derrocar al Rey Felipe, como alegan los publicistas de la extrema derecha, sino complementar su papel institucional, en una especie de coprincipado representativo.

Es la confluencia de dos legitimidades, en el seno de una Monarquía cada vez más republicana y felizmente laica, que diría el ilustrado Uribes. En eso consiste la perestroika de la institución, que se impulsa desde Moncloa y que, antes o después, desembocará en una reforma de la Constitución, consensuada con el PP.

Habrá una Jefatura del Estado, con menor inmunidad y mayor equilibrio de derechos y deberes, con lazos de complicidad, necesariamente fuertes, con la presidencia del Gobierno; y ambas instituciones ejercerán al alimón el verdadero cuarto poder contemporáneo, que es el figurativo.

Con el poder ejecutivo repartido entre la Unión Europea y las Comunidades Autónomas; el legislativo tan atomizado que el mayor grupo parlamentario, apenas supera un tercio de la Cámara; y el judicial sometido a un constante ejercicio de sokatira entre políticos y jueces, el poder figurativo es el único concentrado y personalizado de los cuatro.

Ambas instituciones ejercerán al alimón el verdadero cuarto poder contemporáneo, que es el figurativo

En la actual sociedad de la información, con televisión en directo, prensa digital y redes sociales funcionando las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, es imposible que una sola persona pueda cumplir con esa función figurativa. Máxime cuando lo que queda del Estado es la propia fachada del Gobierno y el Gobierno fomenta ser confundido con el Estado, para camuflar su impotencia operativa.

Al menos hay tarea para dos y si el Emérito no hubiera salido rana, la habría habido para tres. Hay que reconocer que Sánchez, con su telegenia hierática, su 1,90 y su buena mandíbula casi borbónica, es el más monarquizable de los presidentes de la democracia. Es imperturbable por fuera y ataráxico por dentro. Puede dar el pego, como Jefe de Estado Bis.

Crisis como la de la pandemia o el bloqueo de Madrid por la nevada le van como anillo al dedo. Requieren de alguien como él, tan a la altura de las circunstancias como del tiro de cámara. Si repasamos sus intervenciones televisivas, todas parecen, en la dicción, el léxico y la gestualidad, remedos de los mensajes de Navidad del Rey. A veces más cortos, a veces más largos, pero nadie acompaña -en el sentimiento- tan bien como lo hace Sánchez.

Eso ni se improvisa, ni lo sabe hacer cualquiera. Desde luego, Salamanca no lo enseña. La construcción de la imagen de Sánchez como presunto hombre de Estado es la tarea más profesional, sofisticada y concienzuda realizada jamás por un equipo de comunicación. Ese es el mérito de Iván Redondo y compañía: tenían materia prima pero había que esculpirla, moldearla y perfilarla como el bloque de granito del que sale una escultura.

Tras cada una de las comparecencias pedristas hay reflexión y cálculo. El medio es el mensaje, cuando se tocan las teclas adecuadas. La clave de Sánchez nunca es el ser, sino el parecer. Ese es el secreto de sus ojos: ocupar los espacios mediante una permanente aplicación del principio de Arquímedes a la política. Él siempre es el cuerpo sumergido en el líquido y los demás, el agua que desaloja, hasta adquirir el impulso que le mantiene a flote.

Flotar en estas trágicas circunstancias, perdiendo sólo una décima de valoración por trimestre, mientras la Covid campa a sus anchas y la economía se hunde estrepitosamente, podría parecer misión imposible. Y, sin embargo, sucede. Quienes le apoyan empiezan a creer que siempre estuvo ahí y quienes le detestan temen que pretenda permanecer eternamente y durante un largo tiempo lo consiga. A veces se diría que un velo cubriera toda alternativa.

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Pero nada de esto es real. Es sólo el espejismo del plano corto, la concentración de la mirada sobre los cuadros más cercanos del tablero, la sustitución de la estrategia por la táctica y el abandono de la propia pesquisa sobre cuál es la visión, dónde queda el proyecto y a qué nos lleva el itinerario. Estamos en la aldea Potemkin del gobierno nugatorio.

La RAE define este adjetivo como aquello “que burla la esperanza que se había concebido o el juicio que se tenía hecho”. Viene del latín “nugatorius” que significa fútil. O sea, algo ilusorio, engañoso, decepcionante o frustráneo, por ceñirnos a los sinónimos más citados.

Quienes le apoyan empiezan a creer que siempre estuvo ahí y quienes le detestan temen que pretenda permanecer eternamente y durante un largo tiempo lo consiga

La burla no es la trayectoria de Sánchez, ni siquiera su coalición con Iglesias o sus pactos con Rufián u Otegi, como mínimo tan impotentes como él, sino la forma mayestática de ejercer sus disminuidas competencias. O, mejor aún, el disimulo de esa mengua, bajo el disfraz de la estudiada continencia y el sereno autocontrol.

Como el Dogo de Venecia que se exhibía con sus mejores galas, recorriendo el Gran Canal a bordo de la góndola de Estado “Bucintoro”, para camuflar la decadencia de la Serenísima República, Sánchez comparece una y otra vez en los cómodos formatos de las entrevistas a la carta o en sus monólogos monclovitas con atril, dando la sensación de estar siempre en el puente de mando.

Pero no es verdad. Su podio es más bien el del guardia urbano que trata de regular, a duras penas, la circulación de unos flujos que ni genera ni controla. La política económica y fiscal, la política exterior y migratoria, la política energética e industrial, la política agrícola y pesquera se deciden en Bruselas. La política sanitaria y educativa, la política cultural y lingüística, la política comercial y turística, en cada una de las diecisiete autonomías.

A la espera de que lleguen los fondos europeos, a Sánchez le quedan la UME, los Falcon y la Guardia Civil, las infraestructuras y medios del antiguo Ministerio de Fomento, los órganos reguladores de la actividad empresarial, la agujereada caja única de la Seguridad Social y RTVE, hasta que se pacte el reparto de poder interno.

También le queda el ordeno y mando del BOE. Podría alegarse que no es poco pero, cuando la ejecución de lo dispuesto depende de otros, el riesgo es que no te obedezcan. Rajoy lo vivió descarnadamente con el procés y el propio Sánchez, de manera más sutil pero continua desde el inicio de la pandemia. Durante el “mando único” por intentar imponer demasiado; ahora por intentar imponer demasiado poco.

A base de tanto ceder competencias, la presencia del Estado en las autonomías se ha quedado reducida a ese cuarto poder figurativo. Por eso no hubo ningún edificio público que albergara la entrega de los Premios Princesa de Girona en Cataluña. A la hora de la verdad tienen mucho más poder ejecutivo, sobre la materia de sus competencias, y dan más cohesión a la sociedad española, los directores de los centros de El Corte Inglés que los delegados y subdelegados del Gobierno.

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Para camuflar su naturaleza nugatoria, enzarzado ya en los tribunales con el mismísimo Gobierno de Madrid sobre si podía o no cerrar la capital por la pandemia, el Gobierno de España se inventó la “cogobernanza”.

Ocurrencia o idea luminosa, el caso es que el mecanismo ha funcionado sobre las mismas bases de siempre: se renueva un marco jurídico tan contundente como el estado de alarma, pero luego el Gobierno dice lo que le parece, en forma de recomendaciones, y cada autonomía hace lo que le da la gana, aplicando unilateralmente sus restricciones.

A la hora de la verdad tienen más poder ejecutivo los directores de los centros de El Corte Inglés que los delegados del Gobierno

Dos veces por semana, Fernando Simón comparece para comunicar los datos con el distanciamiento con que el hombre del tiempo desgrana las temperaturas y explica la evolución de la borrasca: si la cosa mejora es que se han seguido las recomendaciones, si empeora es que las restricciones han sido insuficientes. Y cuando nada cuadra, siempre le queda el recurso de culpar a la “gente” por “habérselo pasado mejor de lo que debía”, como si estuviera hablando de la propagación de la sífilis en un colegio mayor universitario.

Con la gestión de Filomena ha ocurrido tres cuartos de lo mismo. De acuerdo con el relato gubernamental, el alivio de la situación se debe a la diligencia de la UME, bajo el liderazgo de Margarita Robles, y el alargamiento del bloqueo a la tardía e insuficiente reacción de Ayuso y Almeida.

¿Y por qué no se declaró el Estado de Emergencia? Pues porque, según el ministro del Interior “la cogobernanza en un Estado complejo como el nuestro se debe basar en criterios estrictos”. Y porque, según el propio Marlaska, “los artículos de los textos legales son interpretables”. O sea, por una cosa y la contraria.

Tras la primera ola de la Covid, vino la segunda y ahora ya nos diezma la tercera. A las nevadas sucedieron las heladas y de la basura en las calles pueden brotar las ratas. Pero, como dice Carmen Iglesias, no siempre lo peor es cierto y tal vez se acerque la gran ocasión, en la que del poder figurativo que le queda al gobierno nugatorio de este Estado, tan acomplejado como complejo, surja un impulso colectivo redentor.

Me refiero al Plan Nacional de Vacunación que, apenas lleguen los millones de dosis previstas en febrero, debemos emprender sin tregua ni descanso, con determinación churchilliana, moviendo todos los resortes de la Sanidad pública y privada, apelando a la razón y al patriotismo, poniendo a competir a unas comunidades con otras, a unos ayuntamientos con otros, a unos barrios y distritos con otros, como hacían en los colegios de mi infancia, aula por aula, fila de pupitres por fila de pupitres, cuando llegaba la cuestación de la Cruz Roja o el día del Domund.

Ahí es donde esperamos al Rey Felipe, a Pedro Sánchez y a ese Salvador Illa que tanto pánico insufla a los españoles que se creen no serlo. Y, por supuesto, donde esperamos también a Casado y a Arrimadas.