Una vez caído el desaforado Jinete, sobre el caballo ya sólo queda la Silla. Entre los rescoldos de las cenizas del esplendor de lo que un día fue Jockey, ha emergido Saddle.
Ocho años después del cierre del mítico restaurante, un nuevo establecimiento, con las mismas pretensiones de templo gastronómico, ocupa su enclave, en la calle Amador de los Ríos, frente al Ministerio del Interior.
La estructura es la misma. En la planta baja ha desaparecido el mullido diván corrido, en el que cada anfitrión sentaba a sus invitados, preferentemente a las damas, y un espectacular lucernario ilumina la madera, el cuero y el latón que contribuyen al confort de un gran salón de ambiente cosmopolita. Arriba quedan, ay, los reservados.
La otra noche un amigo nos invitó a cenar en Saddle y, con el pretexto de conocer los nuevos privados, le arrastré por la escalera, en pos de mis fantasmas. Los espacios siguen siendo los mismos, con el cuarto de baño delante, un comedor mediano a la derecha, el más grande al fondo y los pequeños a la izquierda.
Apenas asomé la cabeza, tras la puerta del que fue el reservado Número Uno de Jockey -ése era su nombre-, el corazón me dio un vuelco. Nada queda de la antigua decoración, ni las paredes de madera, ni las sillas de cuero verde, ni los grabados de jinetes y sementales, ni las esculturas ecuestres de plata maciza sobre la mesa.
Pero allí estaban ellos, el difunto Manuel Prado y Colón de Carvajal y Javier de la Rosa; o al menos sus hologramas, como el Convidado de Piedra o el fantasma de Banquo en la cena de Macbeth, ocupando alternativamente la misma silla, en la misma cabecera de la mesa, en la que se sentaron por separado, aquellas noches de finales del 94 y comienzos del 95, en las que sus palabras me quitaron el sueño.
Primero habló Prado, acariciando uno de los leones de plata con su brazo sano: “Javier siempre ha sido un desequilibrado y ahora dice que he contratado a un coronel del CESID, con Sida terminal, para que le mate en la cárcel… Pero yo siempre he sido y seré leal a la Corona”.
Siguió luego el relato de sus negocios en común, con dinero de los kuwaitíes, y la glosa de una carta del rey Juan Carlos al emir, tras la primera guerra del Golfo. Pero eran esas cuatro palabras las que ahora, como hace un cuarto de siglo, no dejaban de reverberar en mis oídos: “Leal a la Corona”, “leal a la Corona”, “leal a la Corona”…
Prado se desvaneció en el éter y en su lugar apareció De la Rosa, con 22 kilos de menos, tras el paso por la trena, unas cuartillas y un bolígrafo. Repetía su monólogo de aquel 18 de febrero de hace veinticinco años, haciéndose eco incluso de mis interrupciones:
“Todo era para el Patrón… ¿Cómo que qué Patrón? El Borbón, el Rey, hombre. Fueron cien millones de dólares. Primero ochenta y luego veinte más. A través de una cuenta suiza llamada Stuart. Pregúntale a Prado quién es Stuart. Mira, lo único que te puedo decir es que Su Majestad me dio las gracias en el restaurante del Claridge de Londres y que luego llamamos a los kuwaitíes, desde una cabina, para decírselo. ¿Que cómo lo puedo demostrar? Pues porque lo tengo todo grabado en una casete. Primero pagamos ochenta en una cuenta suiza y cuando estaba al caer la suspensión de pagos de Torras-KIO, Manolo me llamó para decirme que el Patrón le preguntaba por el resto. Entonces, pagamos los veinte que faltaban”.
***
Sirva este acápite para poner, al menos, en muy fundada cuestión la tesis de que Juan Carlos I fue un monarca ejemplar que, durante casi cuarenta años, cumplió impecablemente sus funciones como Jefe del Estado, sin más tacha que las debilidades de la carne, hasta que, ya en el inicio de su senectud, se cruzó en su vida una codiciosa aventurera sin escrúpulos, que le arrastró por el camino de perdición de la corrupción económica.
“Todo era para el Patrón… Fueron cien millones de dólares a través de una cuenta suiza llamada Stuart”
Tanto ha significado Juan Carlos en mi vida, en el plano personal y profesional -cada conversación a solas daba para semanas de introspección-, pero sobre todo en el simbólico -él ha sido el mascarón de proa de una singladura colectiva de la que sigo orgulloso-, que nada desearía más que atrincherarme en esa última fantasía.
Pero mi raciocinio me lo impide. Si el mero conocimiento de la “donación” en Suiza de los cien millones saudíes -vaya por dónde, otra vez la misma cantidad, cualquiera diría que fuera su tarifa- lo ponía muy difícil, las tremendas revelaciones de María Peral en EL ESPAÑOL sobre el contenido del sumario instruido por el fiscal Bertossa, lo hacen imposible.
Ya no se trata de las insidias interesadas de una maquinadora “diabólica” -como dice Sanz Roldán-, insaciable en la acumulación de riqueza. Lo que hemos puesto, negro sobre blanco, son las declaraciones cautelosas de dos veteranos profesionales del ocultamiento de bienes, como Dante Canonica y Arturo Fassana que, en prevención de males mayores, no han tenido otro remedio que colaborar con la Justicia y levantar el velo de la Fundación Lucum. Han cantado en do menor, como si lo hicieran pisando huevos, pero nunca podremos olvidar lo que hemos leído.
Empezando por la ominosa reunión de comienzos de 2008, en el mismo gabinete del Palacio de la Zarzuela desde el que se paró el 23-F y en el que el Rey despachaba con los jefes de Gobierno. Su propósito no fue otro que “crear una estructura” para esconder en Suiza el dinero que llegaba de Arabia.
Incluso la cuestión del origen del dinero se vuelve secundaria. Lo más verosímil es que fuera una ‘retrocomisión’, a cuenta del sobreprecio pagado por el consorcio del AVE a La Meca que lideraba Villar Mir. Pero la ingenua versión de que fue un mero regalo, “a pure gift” alega Canonica, a cuenta de tantos años de amistad, o sea de favores de la política exterior española a la brutal dictadura de Riad, tampoco mejoraría las cosas. Porque si él no hubiera sido “the King”, tampoco habría recibido “the Gift”.
Lo esencial es que el Jefe del Estado decidió engañar al Estado. Que el refrendatario, sancionador y firmante de las leyes escogió incumplir sus obligaciones legales. Que nuestro más alto cargo público optó por estafar al público. Que el primer receptor de fondos del erario conspiró para sustraer al erario una elevada cantidad de millones, justo cuando más exhaustas y necesitadas estaban sus arcas.
Todo ello denota que el tantas veces autoproclamado “Rey de todos los españoles” tenía una absoluta falta de empatía hacia sus súbditos. Ignoraba sus derechos y carecía del menor sentimiento de compasión hacia los más desfavorecidos, esos parados o arruinados que cruzaban como espectros dolientes las líneas más enfáticas de sus mensajes de Navidad.
En la instrucción sumarial, sólo al fiscal Bertossa parecía importarle la suerte de los españoles. Por eso le preguntó a Fassana “qué sentía Juan Carlos” ante la creciente desdicha de quienes le pagaban la copiosa asignación que le hubiera permitido mantener la más desahogada de las existencias, sin meterse en más dibujos. Y la respuesta fue aterradora: “Llegó a hablarme de la difícil situación económica en España, pero nunca compartió sus sensaciones sobre su situación personal mucho más acomodada”. Hablaban del tiempo, del frío que debía hacer fuera, con un whisky en la mano, al calor de una confortable chimenea.
***
Lo más insoportable es, pues, la hipocresía. La hipocresía de quien, cuando más obligado estaba a permanecer al pie del cañón, mientras en nuestras calles se escuchaban los ayes de los miserables y en nuestras plazas se engendraba el rugido de los indignados, se desplazaba por medios públicos a Suiza, para instalarse en su opulento picadero alpino y recoger allí las maletas repletas de billetes que el gestor Fassana -en una estampa propia de la serie de los hermanos Becquer, Los Borbones en pelota,- depositaba a sus pies y los de su amante.
Lo esencial es que el Jefe del Estado decidió engañar al Estado. Que nuestro más alto cargo público optó por estafar al público
La hipocresía de quien un 18 de abril de 2012 fue capaz de amagar unas lágrimas de cocodrilo, o más bien de gran batracio verde, con su famoso “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”; y un 5 de junio, o sea menos de dos meses después, en lugar de repatriar los fondos escondidos en Suiza, con la excusa de la amnistía fiscal o cualquier otra, decidió transferirlos a la cuenta que Corinna acababa de abrir a las Bahamas.
De nuevo, lo de menos es si se trató de otro “pure gift”, en el que el receptor de cuatro años atrás era ahora el donante; o de la búsqueda de un nuevo escondrijo para el botín, basado en la ilusa confianza en una fiduciaria, dispuesta a aplicarse los cien años de perdón -uno por cada millón de dólares-, propios de “quien roba a un ladrón”.
Lo de más es que, con ese intervalo olímpico, y a pesar de haberle visto los colmillos al elefante y las orejas al lobo, el alegre farsante que tropezó de madrugada en el escalón de su bungalow en Botswana, decidió, una vez sobrio y recauchutado, volver a engañar al Estado, volver a incumplir las leyes, volver a estafar a los españoles y volver a hurtar esos recursos al erario.
Por desagradable, doloroso e incómodo que resulte, esta pauta de conducta sostenida y reiterada, suscita una cuestión moral insoslayable y obliga a revisar el conjunto del reinado de Juan Carlos I a la luz del afloramiento de un código de valores, propio de un tramposo.
No digo que el que hace un cesto, hace ciento. No digo que lo descubierto ahora convalide automáticamente las vagas acusaciones, de que desde el inicio del reinado, cobraba comisiones por la importación de crudo.
Ni las sospechas sobre su doble juego en el golpe blando del 23-F, abortado por el golpe duro del 23-F.
Ni la afirmación de Ruiz Mateos de que le pagó, por medio de Luis Valls, para que le ayudara tras la expropiación de Rumasa.
Ni esas, tan detalladas como sórdidas, revelaciones de Javier de la Rosa sobre los otros cien millones de KIO.
Ni los rumores sobre el contenido de su connivencia con Mario Conde, en los años anteriores al agujero y la intervención de Banesto.
Ni la inferencia de que los 50 millones ingresados por su primo Álvaro de Orleans, tras la venta del Banco Zaragozano, eran el pago de los Albertos, por haberles ayudado a dar el pelotazo de su vida y encima eludir la cárcel que tanto merecían, tras su condena por estafa.
Ni el convencimiento generalizado de que era él quien movía los hilos de las gestiones de Corinna para ayudar a los rusos a que Lukoil se quedara con Repsol o para constituir el Fondo Hispano-Saudí, con el que, al final, la única que se forró fue ella.
Ni siquiera hago mías las estimaciones del New York Times o Forbes, que cifran en 1.700 millones el monto de su fortuna, o la avispada conjetura, que Revilla formula hoy en este diario, sobre “cuántos millones se habrá quedado para él, cuando le regala 65 a una señora”.
Lo que sí digo es que todo eso debe ser investigado y esclarecido por una cuestión de dignidad nacional. Los españoles de 2020 tenemos al menos el mismo derecho a saber la verdad que tenían los españoles de 1854 cuando, al inicio del Bienio Progresista, se creó una Comisión Parlamentaria para investigar el muy análogo caso de la antigua Regente y Reina Gobernadora María Cristina de Borbón Dos Sicilias.
***
Igual que ocurre con Juan Carlos, las acusaciones contra María Cristina abarcaban más de tres décadas, mezclaban cuestiones de índole personal -su Corinna de toda la vida había sido Fernando Muñoz- con fundadas sospechas de enriquecimiento ilícito, a costa del erario, incluida la sustracción de las joyas de la Corona y los cambios de trazado de las líneas férreas.
No digo que el que hace un cesto, hace ciento. Lo que sí digo es que todo eso debe ser investigado y esclarecido por una cuestión de dignidad nacional
Igual que ocurre con Juan Carlos, se trataba de averiguar el monto de su fortuna oculta en el extranjero, en concreto en Francia e Italia; y no tanto para proceder penalmente contra ella -la inviolabilidad de María Cristina consistía en haber puesto tierra de por medio, con el consentimiento de Espartero-, como para intentar repatriar lo que se pudiera y sobre todo acreditar lo sucedido.
Igual que ocurre con Juan Carlos, no faltaban entonces ni quienes trataban de aprovechar la deshonestidad de María Cristina para estigmatizar a su hija y sucesora Isabel II y acabar con la Monarquía; ni quienes, ante este riesgo, preferían que la Nación entera metiera la cabeza bajo el ala.
Frente a unos y otros, se escuchó en el Congreso la voz de Patricio de la Escosura, hombre fuerte del que también era un gobierno de coalición -entre progresistas y liberales-, y amigo de juventud de Larra: “¿Qué progreso habría hecho la especie humana, si estuviésemos todavía en los tiempos bárbaros en que una infamia de un individuo alcanzaba a toda una familia entera? ¿No sabemos que una de las excelencias del gobierno representativo consiste en convertir la persona en institución?... La Reina tiene otra gran familia que no será deshonrada por proceso ninguno: la verdadera familia de la Reina es el pueblo español”.
El argumento de Escosura convenció a muchos indecisos y las Cortes aprobaron -atención, por unanimidad- constituir la Comisión que investigara a la antigua Regente. Sus trabajos duraron año y medio y abarcaron asuntos tan diversos como la testamentaría de Fernando VII, las concesiones de ferrocarriles al marqués de Salamanca y otros amigos del clan del Palacio de las Rejas que habitaban los Muñoz o el papel de María Cristina en la intentona de secuestrar a su hija -el 23-F de la época- que desembocó en el fusilamiento del ingenuo y caballeroso Diego de León.
Las conclusiones de la Comisión consideraron probadas algunas de las acusaciones y otras no. María Cristina -hábilmente defendida por el abogado y prócer progresista Manuel Cortina- quedó, en todo caso, retratada para la posteridad como alguien que -en palabras de Isabel Burdiel- “había sido incapaz, a lo largo de toda su vida, de distinguir entre su propio beneficio y los intereses del Estado”.
La mayoría de los especialistas del período coincide en que el ejercicio de escrutinio parlamentario que supuso la investigación sobre la madre de la Reina, reforzó a la Monarquía y relanzó la popularidad de Isabel II. Hasta el punto de darle una nueva oportunidad de consolidar el trono en la década y media que transcurrió entre las revoluciones de 1854 y 1868. Cuestión distinta es que la desaprovechara.
Este antecedente histórico debería estar en la cabeza de los líderes de los partidos constitucionales, pues sería un error entregar a Pablo Iglesias la baza de colocarnos ante el espejo de lo que ha sido parte crucial de nuestro pasado inmediato. Y debería estar, sobre todo, en la cabeza de aquel niño tan rubio, de cabellos rizados, que el día que cumplió quince años nos contó a Pilar Urbano y a mí, delante de un telescopio naranja, en la terraza del Palacio de la Zarzuela, lo mucho que admiraba a su padre, lo mucho que quería convertirlo en su ejemplo, para poder parecerse a él algún día. Tendrá que tirar por la ventana la foto del Jinete, si quiere cumplir con el deber de conservar la Silla.