El miércoles, volví a la planta séptima de Génova 13, en modo 'no hay mal que cien años dure'... ni buen cuerpo que no lo resista. La ocasión lo merecía porque Pablo Casado había concedido a EL ESPAÑOL su primera entrevista tras la convocatoria electoral. Sentí lo mismo que cuando regresé a la Moncloa en mayo de 1996, al final del felipismo, y los plátanos del jardín se encorvaban cargados de primavera, formando un arco triunfal para el nuevo presidente, su joven esposa y sus primeros visitantes.

En realidad, sólo había pasado algo más de una década desde que entrevisté a Rajoy, en su despacho, durante la campaña de 2008. Qué distinta sería hoy España, cuántos disgustos nos habríamos ahorrado, si, tras su segundo fracaso en las urnas, hubiera seguido aquel primer impulso de tirarse por el balcón desde el que musitó su "adiós" o, al menos, el fundado consejo de quienes pedimos públicamente que lo dejara.

Pablo Casado y la paradoja de Stockdale. Ilustración: Javier Muñoz

Ahora, el espacio de "la Séptima" -en el argot del PP siempre se utilizaba el término de forma reverencial- es el mismo, pero la distribución distinta. De ahí mi desorientación, al no encontrar ni la Sala de Juntas, en la que tantas veces almorcé con Aznar, ni el despacho del presidente, en el que una y otra vez traté de sacar agua de la piedra marianil, en el lugar en el que estaban. Pablo Casado me explicó que al propio Aznar le pasó lo mismo en su regreso a Brideshead, tras una ausencia algo menos prolongada, pero infinitamente más elocuente.

La reforma que tuvo lugar en el ínterin se pagó con el dinero negro de la caja B que manejaba Bárcenas. Por eso me pareció tan adecuado uno de los versos -"De lagartos vil morada"- del Llanto por las ruinas de Itálica de Rodrigo Caro, que el refundador del partido aplicaba al conjunto de su triste deriva. Hasta el extremo, de que cuando el flamante nuevo secretario general, Teodoro García Egea, planteó en EL ESPAÑOL la hipótesis de desembarazarse de un inmueble que parecía ya irremisiblemente contaminado por la aluminosis de la corrupción -"¿Vender la sede de Génova? Por qué no, hay que estar abierto a todas las opciones..."-, fue cuando me di cuenta de que el cambio en el PP iba en serio.

Teo entró a saludar fugazmente antes de que comenzáramos a grabar la entrevista. Fue un visto y no visto, pero dio pie a que Pablo dejara claro que es el hombre clave en el que se asienta su proyecto político: "Este es un fenómeno". "Yo tengo una deuda con él desde que vino a defender la que entonces era mi piscina", repuse aludiendo a la movilización de Nuevas Generaciones, en Mallorca, en 2006.

Sólo la fiel y competente María Pelayo estuvo presente durante las casi dos horas de conversación a tres voces. Una de las mayores ventajas de hacer las preguntas a dúo, en este caso con Daniel Basteiro, es que aunque el toma y daca del diálogo avance trepidante, tienes margen para alternar la percepción de lo que dice el entrevistado con la de la credibilidad con que lo dice. Y mi punto de comparación estaba muy fresco, pues la víspera había asistido al brillante acto de presentación de la campaña de Pedro Sánchez, en un espacio alternativo de la ribera del Manzanares.

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Había sido todo un homenaje al inminente 50 aniversario de la publicación del libro que cambió para siempre la política norteamericana, anunciando el advenimiento de Iván Redondo, mucho antes de que naciera Iván Redondo. Me refiero a The Selling of the President, la obra en la que Joe McGinniss relataba, con las técnicas del 'nuevo periodismo', preconizado por Tom Wolfe, el proceso de 'venta' de un candidato -en concreto Nixon- como si fuera un detergente o un bote de sopa pintado por Andy Warhol. Ese año, 1969, con ese libro, comenzó la historia del marketing electoral.

Viéndole moverse con soltura, destacando siempre como una poderosa jirafa en medio de la biodiversidad de sus ministros, inclinando la cabeza para interactuar con la media docena de personajes elegidos para representar el optimismo de la 'España en color', frente al pesimismo de la 'España en blanco y negro' del reinventado 'trío de las Azores' de la plaza de Colón, me di cuenta de lo avanzado que va el proceso de lavado, planchado, empaquetado y venta del 'Hombre Alcayata'.

Este híbrido de altiricón y larguirucho, que presenta al electorado su corazoncito de galán, en el lugar donde siempre estuvieron el puño y la rosa, tiene muy poco que ofrecer a los españoles, excepto el relato de su propia trayectoria, pero lo hace con la mejor de las sonrisas. El otro día sorprendí a una chica bastante letrada, contándole a una amiga que un amante que parecía un pívot de baloncesto, se había quedado a la hora de la verdad en simple "alcayata". Y para que lo entendiera, dibujó una ele mayúscula con la base muy corta, mirando del revés. Me pareció una buena representación de cómo las apariencias engañan.

Aunque su proyecto político no tenga la envergadura ni, sobre todo, la consistencia que requiere esta hora crítica de España, Sánchez es un tipo cordial, con un buen cerca, que cae bien y maneja con habilidad todos los resortes de la demagogia autodenominada progresista. Tiene un equipo competente que ha preparado en secreto la disolución de las Cortes y la campaña electoral, libro de marras incluido, como una blitzkrieg, con precisión de relojería.

Más les vale a sus rivales no volver a caer en el error de minusvalorarle. Porque además es un hombre de suerte. Con la irrupción y auge de Vox le ha venido Dios a ver: tiene una bandera para movilizar a la izquierda y, como bien explica Casado, la división de la derecha puede añadirle hasta 20 escaños por el rebote del balón en el tablero de la regla d'Hondt. A ver quién compensa una ventaja de 20 puntos en un choque igualado, como el que auguran las encuestas.

Y, ojo, con el 'Hombre Alcayata'. Como vuelva a incrustarse en la pared de la Moncloa, y su gel mucilaginoso fragüe en el cemento armado de una mayoría estable, no habrá quien saque ese resistente clavo durante los próximos cuatro años. Pese a que lo que asome sea sólo una protuberancia corta, de la que pueda terminar colgando cualquier cosa, autodeterminación de Cataluña incluida.

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Todo eso estaba en mi cabeza, cuando el bisoño líder del PP comenzó a hablarnos con indignada pasión de la "kale borroka" de los CDR, de los "escraches" a jueces y políticos catalanes, de la "jungla del diálogo fuera de la ley", del riesgo de la destrucción de la España constitucional y del remedio de "un 155 liberador, sin límite de actuación". De ahí que le preguntara si "no teme" que muchos españoles prefieran continuar paliando esa migraña con el 'ibuprofeno' de Sánchez, para seguir dándole "patadas adelante al balón de un diálogo imposible" -o sea lo mismo que hacía Rajoy-, en vez de afrontar un duro camino, que requiere, desde luego, mucho "esfuerzo” y, tal vez, "sangre, sudor y lágrimas".

Fue entonces, cuando él pasó de lo irónico a lo trascendente -"No estoy en política para viajar en Falcon o cambiar el colchón, estoy en política por España, incluso por encima de los intereses de mi partido y de los míos"- y yo me di cuenta de que podemos encontrarnos ante la última reencarnación de la "paradoja de Stockdale", por la que el más sombrío de los enunciados llega a engendrar el único optimismo viable.

Resumiré la historia. En 1973 el comandante de la Marina norteamericana James Stockdale fue puesto en libertad, como parte de los acuerdos que zanjaron el conflicto de Vietnam. Había sido durante siete años y medio prisionero de guerra, en condiciones terribles, después de que su avión fuera derribado y él tuviera que saltar en paracaídas. Era el oficial de más alto rango en poder de los norvietnamitas y organizó una red clandestina de auxilios mutuos entre sus compañeros de infortunio. Fue torturado una y otra vez, sin atención médica alguna, pese a que tenía una pierna rota. Cuando le anunciaron que lo exhibirían en público como arma de propaganda, se causó heridas en la cabeza para impedirlo. Cuando le pusieron un gorro para taparlas, se desfiguró la cara. Cuando descubrieron su red clandestina, se cortó las venas para que no le interrogaran. Cuando se repuso, lo metieron en una jaula y le tuvieron dos años en confinamiento solitario.

En Estados Unidos fue recibido como un héroe y ascendido a vicealmirante. ¿Qué le había hecho aguantar todo eso, "resistir" tanto? Se lo explicó al escritor Jim Collins y este lo incluyó en su libro Good to great, sobre las claves de la excelencia empresarial: "Nunca perdí la fe en cómo terminaría mi historia. Nunca dudé no sólo de que saldría de allí, sino de que al final saldría triunfante y de que terminaría convirtiendo la experiencia en un episodio definitorio de mi vida que, retrospectivamente, no cambiaría por nada".

Cuando Collins le preguntó qué tipo de prisioneros fueron los que no sobrevivieron, Stockdale respondió: "Muy fácil: los optimistas. Los que decían: 'Vamos a estar fuera para Navidad'. Y la Navidad llegaba y pasaba y entonces decían: 'Vamos a estar fuera para Pascua'. Y la Pascua llegaba y pasaba y hablaban del Día de Acción de Gracias. Y después, otra vez de la Navidad. Murieron de desesperación".

Y, a continuación, añadió este corolario, con el que Collins resumió la "paradoja de Stockdale": "Esta lección es muy importante. Nunca hay que confundir la fe en que al final saldrás victorioso, esa fe que nunca puedes permitirte perder, con la disciplina para afrontar los hechos más brutales de tu realidad presente, sean cuales sean".

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Esta es la frontera entre la verdadera "resistencia", por insistir en la palabra talismán de Sánchez, y el autoengaño que él mismo practica, al aferrarse a un hipotético margen de compromiso entre el orden constitucional y los "hechos brutales" de quienes no aceptan nada que no implique destruirlo. El camino de las concesiones sucesivas -el lazo amarillo de Torra en la Moncloa, la rebaja en la petición de penas, la bilateralidad, el relator...- equivale al de las trampas que se hacían esos prisioneros que creían que les tocaba pagar un precio limitado, o acotado en el tiempo, para poner fin a su desdicha. En realidad, estaban cavando la tumba de la decepción con las paletadas de arena de las falsas expectativas.

Stockdale, como ahora Casado, tenía claro que persistiría en su empeño, "come what may", pase lo que pase, venga lo que venga. Ese es el sentido profundo del "never surrender" de Churchill porque, como él mismo decía, "el éxito nace de la capacidad de afrontar un fracaso tras otro, sin perder el entusiasmo". Así sentó Aznar las bases de la derrota de ETA, apretando los dientes cada vez que había un asesinato. Así mantiene firme el timón de la nave del Estado todo Master and Commander digno de tal doble condición. Sólo así podremos impedir la secesión de Cataluña. O, lo que es lo mismo, la destrucción de España.

Casado se siente prisionero de ese deber, con serena pero tozuda lucidez. No es un oportunista acomodaticio, pero tampoco un nacionalista patriotero u ofuscado. De su despacho han desaparecido las portadas del Marca y han vuelto unos cientos de libros, muy del estilo de los que tenía Aznar. No creo que ahora mantengan un trato continuado, pero cuando dos personas leen libros parecidos, es como si hablaran todos los días.

Al despedirnos, Casado esgrime el último de Pinker, En defensa de la Ilustración, subtitulado con un cuádruple propósito, como si fuera un manifiesto: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. ¿Dónde hay que firmar?

Sorprendentemente, en ese libro no aparece la muy afín "paradoja de Stockdale"; pero sí una versión más amable del mismo concepto, atribuida al economista Paul Romer, que distingue el "optimismo complaciente" del niño que espera los regalos el día de Navidad, del "optimismo condicional" del niño que, como quiere una casita de madera, busca tablones y clavos y amigos que le ayuden a construirla. Eso es lo que va de Sánchez a Casado. Y si quieren dar un paso más, enarbolen la bandera de la "protopía", o confianza en el progreso incremental, y repitan, como Pinker y Rosling: "Yo no soy un optimista, sino un posibilista muy serio".

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Tan inesperado como el cálido sol de este febrerillo loco que ya acariciaba el miércoles las calles de Madrid, es el liderazgo con el que este joven dirigente, liberal para unas cosas, conservador para otras, está logrando reanimar a un exánime PP. A mi entender, Pablo Casado es lo mejor que le ha pasado a la política española, al menos desde la noche de las autonómicas catalanas en la que botaron de alegría Rivera y Arrimadas. Caminando con Basteiro por Almagro, hacia Rubén Darío, comentamos la buena impresión que nos ha dejado la entrevista. "Y encima hasta ha dado titulares".

Desde entonces, no se me quita de la cabeza que, tal vez, debería llamar a Teo Egea para decirle que, a lo mejor, ni siquiera hace ya falta poner Génova a la venta. Es verdad que el PP, aquel PP, ha vuelto.