Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) lee junto a la ventana. Es un libro ligero, como de entretiempo. A juego con la tarde, que mezcla una lluvia inofensiva con una temperatura de paseo. En este jardín situado a orillas de la ciudad, es difícil atisbar el ruido de la campaña electoral. El nobel todavía no sabe que le miran. Camisa azul celeste y chaleco oscuro, sostiene las páginas con los codos en ángulo recto. Firme. Las letras que va engullendo están a un palmo de su rostro, no más.
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Es el novelista consolidado. Su biblioteca, inundada de valor, arma la enmienda a la totalidad de aquello que le decían hace sesenta años: “Los escritores son unos muertos de hambre. Toda la vida vivirás fregado, Varguitas”. Y en esta casa, si hay algo fregado es el suelo, que luce impecable.
El “escribidor” saluda con un comentario acerca del otoño y con otro sobre Barcelona. En uno de sus últimos viajes a la ciudad que encandiló su juventud... le llamaron “facha”. “De verdad, no me creo lo que está ocurriendo. Nunca imaginé esta violencia”, dice mientras vuelve a tomar asiento. A lo largo de la charla explicará el resurgir del nacionalismo catalán y el auge de lo que considera la otra cara “de esa moneda anacrónica”: Vox. También pespuntará, con nombre y apellido, las virtudes y los defectos de los líderes que hoy concurren a las urnas.
Acaba de publicar su último libro, Tiempos recios (Alfaguara, 2019). Una historia de conspiraciones políticas en la Guatemala de 1954. La Casa Blanca, henchida de propaganda, derrocó al Gobierno de Jacobo Árbenz, al que Eisenhower logró dibujar como el comunista soviético que no era. Fake news. “El combate es muy difícil… Las mentiras vienen cada vez mejor disfrazadas, ¿no le parece?”.
Y, de pronto, en ese Vargas Llosa que se zambulle en los entresijos del presente asoma el niño que, mientras leía a Dumas, soñaba con viajar a Francia, resguardarse en una buhardilla del Barrio de los Artistas y entregarse por completo a la literatura, “la cosa más formidable del mundo”.
En los últimos años, usted se ha encerrado a escribir en el monasterio de Leyre (Navarra). Entiendo que de allí salieron algunas páginas de su nueva novela. Antes de venir, he llamado al prior de la comunidad, que me traslada una pregunta para usted: “¿Qué le ha aportado ese retiro y cómo se ve el país desde aquí dentro?”.
El retiro es, más bien, una experiencia que te hace retraerte en un mundo interior. Es como quedar sumido en la gran tranquilidad… Las cosas pierden actualidad. Todo es más permanente, más profundo, se percibe con nitidez la belleza del lugar… Esa rutina tan estricta a la que están sometidos los monjes… La espiritualidad que se respira estimula muchísimo la reflexión. Vas allí para olvidarte del mundo y concentrarte en cosas que, generalmente, no te preocupan. De pronto, aparecen las grandes preguntas.
Cuando obtuvo la nacionalidad española en 1993, ¿pensó que le daría tanto trabajo? ¡Este domingo votamos por cuarta vez en cuatro años!
Nunca lo habría imaginado -se ríe-. Bueno, creo que nadie en España lo habría imaginado. Además, ¡ni siquiera sabemos si esta será la votación definitiva!
Lima, Londres, París… ¿por qué terminó eligiendo Madrid como lugar de residencia?
Me gusta mucho Madrid. Si tengo que elegir una ciudad para vivir, me quedo con esta. Sin duda. Creo que Madrid tiene una cosa infrecuente en las grandes capitales del mundo: aquí todos somos madrileños y nadie es madrileño. Se trata de una ciudad cosmopolita en la que es muy fácil sentirse en casa, integrarse… No existe ningún tipo de actitud contra el forastero. Todo lo contrario. Y esa es una magnífica virtud. Además, es una ciudad cosmopolita e internacional que, sin embargo, ha sabido conservar las amistades, las tertulias… Los madrileños todavía saben perder el tiempo y ese es un gran atractivo.
Esas cualidades solía atribuirlas, también, a la Barcelona que conoció de joven, a principios de los setenta: aquella capital de la cultura.
Exactamente. Cuando yo vivía allí, Barcelona era la capital cultural de España. Un lugar cosmopolita, a diferencia de lo que es hoy día: una ciudad muy provinciana. Los españoles iban a Barcelona para sentirse europeos. Recuerdo esos años con mucha nostalgia. Se respiraba una vida cultural tan rica… Podía palparse la idea de que esa libertad inminente iba a producir cambios muy profundos, sobrevolaba la sensación de que la política iba a tener un acento cultural muy marcado. Aquello atrajo a muchos escritores e intelectuales.
En España existe un fuerte espíritu autocrítico, pero eso un gran mérito
¿Le parece un tópico eso de que los españoles siempre vemos nuestro país mucho peor de lo que piensan fuera?
Probablemente sea cierto. En España, existe un fuerte espíritu autocrítico. Pero eso es un gran mérito. Es complicado… Porque hablar de España es hablar de realidades muy diversas al mismo tiempo. Uno corre el riesgo de caer en la caricatura. España es un país moderno. Quizá lo más extraordinario haya sido la transformación de los últimos cuarenta años.
Tan distinto al que usted conoció a finales de los cincuenta.
Sí. Cuando llegué como estudiante en 1958, España era un país pobre, muy desinformado, aislado del resto de Europa. Hoy en día, está totalmente integrado, pertenece al primer mundo desde el punto de vista económico, político y cultural. Se ha transformado de pies a cabeza. Cuando lo pienso… veo dos países. Aquella dictadura encerrada en sí misma y esta democracia abierta. Me acuerdo de mis cursillos de doctorado en la Universidad Complutense.
¿Y qué piensa?
Esa sensación de no saber lo que pasaba… De pronto, retiraron la Revista de Occidente, la de Ortega, que yo leía. Y nunca hubo ninguna explicación: quién y por qué decidió. Se acató sin rechistar. Al mismo tiempo, había cierto encanto en ese mundo. Podía recorrer las trayectorias de Fortunata y Jacinta. Madrid, en ese tiempo, no había cambiado tanto desde la época de Galdós. ¡También podía seguir las huellas de las novelas de Baroja!
El Madrid de La Busca.
¡Eso es!
No sé dónde le escuché decir una vez: “Lo único bueno de las dictaduras es que alumbran grandes escritores”. Oiga, ¡no es poco!
¡Desde luego!
Por cierto, ¿le ha interesado el proceso de la exhumación de Franco?
Me ha interesado porque padecí aquella dictadura, esos años del oscurantismo. En los sesenta comenzó una cierta apertura cultural, pero en 1958 era la sombra pura y dura.
Ha habido mucho debate acerca de los restos del dictador. En Latinoamérica, ¿cómo afronta la sociedad este tipo de procesos?
Tuvimos muchos dictadores, pero ninguno duró tanto tiempo. Por ejemplo, mi generación, en el Perú… Fue terrible. Éramos niños cuando llegó el golpe del general Odría. Cuando salió, ocho años más tarde, éramos hombres hechos y derechos. Habíamos pasado nuestra adolescencia en un mundo cerrado, censurado. La universidad era objeto de intervenciones policiales, había estudiantes presos, profesores exiliados… Eso me marcó mucho. En el resto de América Latina, con la excepción de Costa Rica, Chile y Uruguay, había dictaduras de un extremo a otro del continente.
El nacionalismo catalán ha llegado a un extremo que nunca imaginé
Conversación en la catedral cumple cincuenta años. Una vez dijo que, si sólo pudiera salvar del fuego una novela, sería ésta. ¿Y si ahora se preguntara Zavalita -su protagonista- “en qué momento se jodió” España?
El nacionalismo ha sido, probablemente, el mayor problema de España. Es muy interesante descubrir cómo, al mismo tiempo que llegó la apertura, surgió el terrorismo de ETA. Y después, el nacionalismo ha seguido causando estragos. Ahora, en Cataluña, llegando a un extremo que nadie podía imaginar. Nunca pensé que el nacionalismo crecería tanto allí y alcanzaría esa dimensión violenta, callejera.
Imagino que ha pensado mucho al respecto. ¿Dónde sitúa el origen de esta crisis?
Tengo la impresión de que ese agravamiento no se habría producido si España no hubiese confiado la educación a las autonomías. Fue una enorme equivocación. En el caso de Cataluña es clarísimo. Tres generaciones han recibido un tipo de instrucción. Han sido adoctrinados mediante una burla de la Historia: esa idea totalmente falsa de que España explota a Cataluña e impide su desarrollo. Jamás en su Historia habían tenido la autonomía de la que gozan hoy. Es muy difícil de resolver… Son tres generaciones educadas en la mentira. Y esa mentira es, ahora, una verdad para muchísimos catalanes.
Esta pregunta probablemente sea caer en un lugar común, pero ya que un día fue político… ¿Cuál es la solución más certera para recuperar esa conllevancia de la que hablaba Ortega y Gasset? Porque esa “conllevancia”, entiendo, existía cuando usted conoció Barcelona.
Sin duda. Mire, cuando llegué a Barcelona, los nacionalistas eran una minoría insignificante. Todo lo que era el progreso miraba esas ideas con burla e ironía, como algo completamente anacrónico. Se ha dado un cambio extraordinario. No creo que haya una mayoría de catalanes que quiera la independencia, pero esa minoría ha crecido enormemente, tiene la iniciativa en su mano y ha silenciado al resto. Es un problema muy serio, no creo que se pueda resolver de la noche a la mañana.
En los setenta, cuando vivía en Barcelona, el nacionalismo era visto como algo completamente anacrónico
Los partidos ponen distintas soluciones sobre la mesa: el artículo 155, la ley de seguridad nacional, el Estado de excepción, el diálogo…
Creo que no hay una solución para el momento presente. La solución vendrá a medio o largo plazo. Lo que no se podía esperar era la violencia callejera, que ha alcanzado unas dimensiones muy preocupantes. La solución vendrá, pero será más bien a la larga que a la corta.
¿Le inquieta escuchar aquello de la “plurinacionalidad” en boca del Gobierno?
Sí, me inquieta porque es una concesión a un PSC que no está identificado con el PSOE. Ha sido profundamente contaminado por el nacionalismo y el independentismo. ¡Claro que es preocupante que un presidente del Gobierno hable de plurinacionalidad!
Esta campaña, estamos rozando lo cómico. La oposición insiste continuamente con la pregunta: “¿Cuántas naciones hay en España?”. Y Moncloa no da una respuesta. Ni en un sentido ni en otro.
Bueno, la polémica de los representantes en aquel debate fue muy divertida. Lastra, del PSOE, quedó paralizada y no se atrevió a responder. Lo hicieron por ella después en los periódicos, pero prefirió callar.
¡Claro que es preocupante que un presidente del Gobierno hable de plurinacionalidad!
¿Alguna vez ha tenido la sensación de que su lucha mediática contra el fenómeno nacionalista le ha quitado demasiado tiempo y ha sido en balde? O dicho de otra manera: ¿no ha pensado que, sin dar esa batalla, habría publicado más y mejores novelas?
Mire, yo creo que la lucha contra el nacionalismo será eterna dentro de la democracia. El nacionalismo es el llamado de la tribu, esa especie de refugio al que las sociedades recurren cuando no tienen confianza en lo que sucede, cuando no tienen suficiente fe en la democracia para resolver los problemas. Entonces, se da esa fuga hacia un pasado quimérico, hipotético, en el que todo el mundo actuaba a partir de denominadores comunes. ¡Pero ese pasado jamás existió! Esa sociedad integrada con la misma lengua, las mismas creencias y una compenetración total nunca se dio. Pero la fantasía se torna imposible de erradicar.
¿Por qué?
Basta que haya una situación crítica para que el nacionalismo saque la cabeza y busque ese regreso a la tribu. Por eso la democracia es un progreso tan reseñable. Es increíble que en regiones como Cataluña, una de las más civilizadas de España, de pronto resurja el nacionalismo con esa virulencia. Es trágico. La Transición fue extraordinaria. Hubo una especie de acuerdo entre los españoles para no mirar al pasado y no repetir los terribles errores. ¿Quién iba a imaginarse que, unos años después, podríamos llegar a esta situación? Si España no estuviera en Europa, su futuro sería muy preocupante.
Usted apunta al falseamiento de la Historia como uno de los grandes pilares del nacionalismo. Enlazo con Tiempos recios, su última novela, y ese personaje tan particular, Bernays, un propagandista sobrino de Freud que movía los hilos para engañar a todo un país. ¿Encuentra muchos Bernays en Cataluña?
Claro que los encuentro, por supuesto. El trabajo publicitario del nacionalismo ha estado maravillosamente bien hecho. Tanto que hay mucha gente fuera de España que se cree los embaucos de que España explota a Cataluña y de que Cataluña fue independiente. Pero, ¿cuándo? De verdad, ¡cuándo! Es una fantasía que se ha inculcado a tres generaciones. Muchos jóvenes se lo han tragado.
La otra cara de la moneda podrían ser las fake news. ¿Cómo evalúa la salud de los medios de comunicación españoles?
Yo creo que, en España, muy rara vez ha habido una prensa tan diversa y tan libre como hoy. La libertad de expresión y el derecho de crítica se ejercitan de un extremo al otro del abanico ideológico en absoluta libertad. Pero a pesar de esa modernidad, padecemos el problema de las fake news. No hay país que se libre. Para eso es fundamental la libertad de prensa, que permite al conjunto de la sociedad diferenciar entre la verdad y la mentira. Aunque cada vez es más difícil porque las mentiras vienen mejor disfrazadas. Es uno de los grandes problemas de nuestra época.
La libertad de prensa es fundamental para un combate cada vez más difícil: las fake news
Con su última novela vuelve a la “violencia política” como ingrediente literario. Una circunstancia que también circunscribió La fiesta del Chivo. ¿Alguna vez le ha tentado escribir algo así a la española?
No, la verdad es que nunca se me ha ocurrido. Pero por una obvia razón: en España hay suficientes buenos novelistas para ocuparse de ese asunto. En América Latina es diferente porque hay una afinidad entre las dictaduras de los distintos países. El fenómeno de la dictadura lo ha vivido todo el continente. Son dictaduras mucho más primitivas y menos ideológicas que las europeas. Cuando yo era joven, la dictadura de Odría era brutal, militar, se apoderaban del gobierno y no querían convencer a nadie de su bondad. Simplemente imponían la censura y la represión. Además, se dedicaban a robar.
Es cierto que Perú ha tenido muy mala fortuna con la corrupción. A la vista están sus últimos presidentes… Pero en España tampoco estamos vacunados de la cleptocracia, de la corrupción impulsada desde el poder.
Pero ahora sale a la luz. Antes, los gobernantes robaban y se quedaban con el producto. Nadie los molestaba. En eso, la diferencia con lo que ocurre hoy día es muy notable.
Dentro de usted, ¿queda algo del camarada Alberto? Aquel seudónimo que utilizaba durante su militancia comunista.
Queda poco, quizá la gran preocupación por la situación política, por el futuro de las sociedades… Eso me marcó mucho cuando era joven. Sigue existiendo en mí. Pero la ingenuidad de creer que la democracia era simplemente la máscara de la explotación, ¿quién se lo cree hoy en día? Han fracasado las revoluciones, prácticamente sin excepción. Muchísima gente que, como yo, se ilusionó con el paraíso comunista fue decepcionada por la experiencia. Se acaban de celebrar treinta años de la caída del muro de Berlín, un aniversario que ha pasado algo desapercibido. La fecha es fundamental. Significó la muerte de la ilusión comunista, el gran desafío de la democracia, que llegó a seducir a muchísimos jóvenes de todo el planeta. No hay otro camino que la democracia para que un país se desarrolle. Tiene defectos que debemos superar, pero es un sistema abierto que avala la autocrítica permanente.
¿Cuánto tiene que ver la ideología con el dinero y la edad? Son muchos los que, jóvenes y sin demasiados ingresos, apuestan por el comunismo… Y luego lo descartan cuando alcanzan el éxito.
Depende de las sociedades. La gente está más dispuesta a aceptar que haya diferencias económicas allí donde existe una verdadera igualdad de oportunidades, donde cada generación puede ser premiada por su esfuerzo o castigada por la carencia del mismo. En ese contexto, el sueño colectivista tiene muy pocas posibilidades de prender. Pero, allí donde la prosperidad es producto del privilegio, surge lo que ocurre ahora en Chile. ¡Qué desconcertante! Vi de muy cerca la extraordinaria prosperidad de Chile. Algo debe de haber fallado en esa transformación. Seguramente, las clases medias sienten un techo, un freno que no les permite prosperar.
Vox es el producto irremediable de la radicalización del nacionalismo catalán
A partir de hoy, según todas las encuestas, se consolidará la extrema derecha en España. ¿Considera a Vox un partido nacionalista?
Lo que ha ocurrido con Vox es producto irremediable de la radicalización del nacionalismo catalán. Eso ha hecho que brote un nacionalismo de otro cariz. Hace diez años, Vox no habría podido surgir en España. Ahora lo hace por la gravedad del problema catalán, que ha alcanzado tanta notoriedad como para empujar un nacionalismo de otra índole. Pero yo creo que tiene un techo. Si las encuestas aciertan y consiguen esa subida, mi impresión es que será un fenómeno pasajero. España es un país democrático, muy difícilmente se podría instalar ese nacionalismo fuera de tiempo y lugar.
¿Sabe? La crítica que más duele a los dirigentes de Vox es que se les tache de “nacionalistas”. Toleran peor eso que la calificación de “extrema derecha”.
Sí. Bueno, todo nacionalismo genera, con frecuencia, un contranacionalismo, pero en el fondo son la misma cosa. Ambas corrientes son potencialmente un peligro para el desarrollo democrático de la sociedad. Nadie lo habría imaginado en España. Parecía que la Transición había conseguido democratizar el país profundamente. Sin embargo, quién lo hubiera dicho. En Cataluña, que parecía la región más civilizada, se da ese brote anticuado. La aparición y el crecimiento de Vox es la consecuencia directa.
En España, estábamos acostumbrados a los nacionalismos periféricos, pero no aparecía uno de tinte centralista desde que cayó el nacionalcatolicismo de Franco.
Exactamente. Por eso es tan desconcertante. Aunque, por otra parte, era perfectamente previsible debido a la radicalización y popularización del nacionalismo en Cataluña. Era inevitable. Buena parte de los militantes de Vox se han visto como empujados a apoyar a un partido tan extremista precisamente por la inquietud y la alarma que les genera lo que ocurre en las calles de Barcelona. Para mí, que viví allí cinco años, es una cuestión verdaderamente sorprendente.
Rivera ha desaprovechado la oportunidad de desarrollar sus posturas iniciales
Usted ha apadrinado, en distintos actos, tanto a Pablo Casado como a Albert Rivera. ¿Mantiene su afecto por esos dos proyectos políticos? ¿Caminan en la buena dirección?
Bueno, tengo algunas críticas que hacer a Ciudadanos. Me da la impresión de que Rivera no ha aprovechado una coyuntura en la que tenía la oportunidad de desarrollar muchísimo su postura inicial. Eso le va a salir bastante caro. Mucha gente que les votaba probablemente se abstenga o se vaya al PP… o incluso a Vox. No sé si esto será transitivo o pasajero. Mi impresión es que, con las cosas que ocurren en España, se está volviendo de manera muy discreta al bipartidismo. Ahora se le ataca muchísimo, pero esa es la realidad cuando uno ve las encuestas.
¿Y Pablo Casado?
Creo que Casado ha actuado con bastante responsabilidad. Cuando asumió la dirección del partido, mostró posiciones más bien extremas, pero al darse cuenta de que ese no era el clima para la España de hoy, se moderó, se centró muchísimo y ha recuperado buena parte de lo perdido. Creo que saldrá reforzado. Pero, ¿eso adónde nos conduce? A un bipartidismo, tan criticado, en el que los españoles se sienten más cómodos que en ese pluralismo confuso que nos deja sin gobierno.
En algunas de sus novelas utiliza la expresión “políticos cacasenos”.
¡Sí! Es una historia que leí cuando era niño: “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”. Un cuento de origen italiano. La palabra “cacaseno” tiene, por eso, un especial atractivo para mí. Oiga, ¿ya está en el diccionario de la Academia?
En España hay un buen número de políticos cacasenos
Sí, sí. ¡Ya está! Se define al cacaseno como “persona despreciable, necia”. Habrá sido fruto de la influencia oscura del académico Vargas Llosa.
¡Cómo me alegro! -se ríe-.
Suele hablarse de los políticos actuales con cierta condescendencia cuando se les coloca en el espejo de la Transición. Usted ha conocido a unos y a otros, ¿le parece justo? ¿De verdad eran los de antes mejores que los de ahora?
Sí, creo que sí. La labor que llevaron a cabo Felipe y Aznar fue admirable. La distancia nos permite verlo con más claridad. Fíjese: Felipe convirtió el PSOE, que era muy pequeñito y radical, en un partido moderno y socialdemócrata. Es lo que hizo exactamente Aznar con una derecha en la que había un sector muy amplio que no era democrático. Instauró un PP basado en la modernidad y en la vocación democrática. Neutralizó a ese extremismo que hubiera podido fundar una especie de Vox en ese tiempo. Ambos hicieron esa labor extraordinaria de democratización de izquierda y derecha. Pero tengamos confianza. España es una sociedad muy democrática. Es dificilísimo que los extremismos prevalezcan. Podemos parecía una fuerza irresistible y ha quedado reducida a unas proporciones perfectamente operativas para una democracia funcional. Lo mismo ocurrirá con Vox, que tendrá un techo.