Mucho mejor que pisar moqueta debe de ser clavar talones en las escalinatas de Moncloa. Si el nogal y las alfombras conceden un amago de levitación sólo comparable al aroma espirituoso de algunas maltas, encaramarse al vestíbulo presidencial debe de ser un golpe endorfínico sin parangón en la farmacología moderna, con su panoplia de beatitudes de diseño.
Ahí tenemos a todos los miembros del flamante Gobierno Sánchez en el momento preciso del relajo. Justo después de haber sonreído y abierto los ojos con denuedo para no parecer bobos abatidos bajo la fusilería de los flashes. Justo después de haber pensado en qué o en quién mientras tomaban consciencia del momento: “¡Yo de ministro!”.
En esos segundos de tensa y estricta intimidad uno puede pensar en los padres como Forges, o en la rigidez de estos zapatos ministeriales como el bueno de Màxim Huerta, o en la colada pendiente y en esta lluvia que no cesa... Pero qué se yo, que nunca llegaré a ministro o a astronauta.
Al presidente Sánchez sus odiadores lo comparan con un jefe de planta de El Corte Inglés porque no recuerdan quizá que hubo un Galerías Preciados. Pero el hombre es tan guapo, y le quedan tan bien los ternos, que el reproche rezuma la pelusa risible de los feúchos.
Miren qué Gobierno. Marlaska también tiene vocación apolínea, Borrell gasta vaina de clásico, Ábalos tiene en el ADN aire torero -Carbonerito fue el apodo de su padre- y las ministras son tan atractivas y tan resultonas que el conjunto pide a gritos un lecho de pieles como el que disfrutaron las gobernantas de ZP en aquel reportaje magnífico de Vogue.
Lo más impactante de esta imagen, con todo, es que consolida por la vía del boato ceremonioso la domesticación de la sorpresa. Éste ha sido y puede que siga siendo el primer reto del Gobierno Sánchez: convertir en normal lo extraordinario: primero haciendo digerible y plausible su constitución, luego gobernando en minoría odiado a diestra y siniestra.
El anuncio por goteo de los ministros y ministras, el alarde aconfesional en la promesa del cargo y la celebración y de cada nombramiento -según los usos de este nuevo periodismo de volantines y volatilidades- han contribuido a hacer pasar como normal algo tan insólito como que un país cambie de Gobierno de la noche a la mañana sin pasar por las urnas.
Habrá que estar atentos a las próximas encuestas para saber dónde queda o quedó la capacidad de sorpresa de una sociedad en la que, al parecer, lo extraordinario, bien presentado, puede resultar incluso monótono.