Hace ahora justo 15 años, Barcelona amanecía con un charco de sangre en un aparcamiento. A su lado yacía un cuerpo, ya frío, que albergaba dos balas en el cráneo. Dos proyectiles que habían irrumpido a través del hueso occipital, esto es, de la nuca. Ese cuerpo había pertenecido, hasta hacía tan solo un par de horas, a Ernest Lluch. Ya no le pertenecería más, porque ETA le había robado la vida.
Ernest Lluch había sido ministro de Sanidad con Felipe González, pero llevaba varios años retirado de la política activa porque había decidido regresar a la docencia: desde 1989 era el rector de la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, donde daba clases de economía.
Lluch destinó muchos años de su vida a combatir a ETA y a su entorno con la palabra, y nadie como él insistió en la necesidad del diálogo para poner fin a la violencia. Un año antes de ser asesinado, Ernest había participado en un mitin socialista durante la campaña electoral de las municipales vascas. Fue en San Sebastián, ante un público tan valiente como exiguo, al que acosaba una muchedumbre de partidarios de ETA, entre proclamas, amenazas y pancartas, tras las vallas de seguridad. Sucedió en junio de 1999, durante la tregua indefinida que los terroristas habían declarado a finales del verano anterior, y a Lluch no le tembló la voz al subir al escenario: “Qué alegría -dijo- llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban y ahora no matan. No saben que han cambiado las cosas, no saben que han llegado la libertad y la democracia a este país. No se enteran. ¡Gritad más, que gritáis poco! ¡Gritad -retó a los radicales-, porque, mientras gritéis, no mataréis!”.
Para la llegada del invierno, ETA ya había anunciado el fin de la tregua: se habían cansado de gritar. El año entrante, el 2000, se saldaría con 23 asesinatos, la cifra más alta en ocho años. Uno de aquellos infaustos que habría de perder la vida a manos de los pistoleros fue, precisamente, Ernest Lluch. La muerte de Lluch fue una puñalada a la convivencia, a la democracia, a las libertades; pero, sobre todo, fue una respuesta, la respuesta de los terroristas a quienes trataron de tender puentes, a quienes ofrecieron diálogo. Balas contra palabras.
Sin embargo, durante los homenajes que siguieron a la muerte de Lluch, muchos demócratas volvieron a incidir en la necesidad de dialogar con quienes acababan de demostrar que no tenían ninguna intención de hacerlo. Llegamos a escuchar que Ernest habría querido dialogar incluso con su asesino, en un ejercicio contrafáctico tan improbable como hiriente.
Estos días me acuerdo de Lluch porque se cumple la siniestra efeméride de su asesinato. Pero me mueven también a su recuerdo las trágicas imágenes de París masacrada por el Estado Islámico. Desde que se produjeran los ataques que han dejado 130 muertos y más de 350 heridos, son muchas las voces que se han alzado contra cualquier posible respuesta armada al terror. En España, Pablo Iglesias ha desempolvado la receta del “diálogo”, y su partido, Podemos, ha lanzado un plan que prevé la derrota de los terroristas en siete cómodos pasos que incluyen “acabar con la guerra en Siria” o “apoyar la democracia en el mundo árabe”. Una colección de metas maximalistas sin método ni protocolo que parece impropia de quien dice estar preparado para sentarse en la Moncloa. La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, se ha expresado en términos similares, rechazando una intervención occidental en Siria y apostando por el “diálogo”, la “empatía con el otro” y la “educación para la paz”.
Educar para la paz es, sin duda, un objetivo loable cuyos frutos tendremos que ver en el largo plazo. Mientras tanto, la premura nos obliga a encarar la amenaza urgente, y para esto el diálogo no nos sirve. El asesinato de Ernest Lluch nos enseñó que los terroristas no quieren dialogar. Esto no significa que la guerra sea inevitable. Reeditar un nuevo Irak solo serviría para ver regresar a miles de soldados en cajas cubiertas de banderas. Para ir a la guerra hay que estar en condiciones de ganarla, y esa seguridad no la tenemos hoy. Esa es la razón por la que cabe oponerse a mandar tropas a Siria. Esa y no otra. El simple rechazo de la guerra por la guerra no solo es pueril, sino también peligroso. Corear un “no a la guerra” absoluto y sin matices hace que se desvanezcan las fronteras de la “guerra justa”, y eso es una inmoralidad. Por decirlo con Lincoln: “Tenemos la firme resolución de que estos muertos no hayan sido en vano y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no desaparezca de la tierra”.
Tampoco han faltado quienes han equiparado cualquier respuesta militar a los atentados con el terrorismo mismo, en un ejercicio indecente de equidistancia que, por desgracia, no nos es ajeno en España. A veces, no hay nada más extremista que un equidistante. Y hay quienes han apuntado a Occidente como culpable. A nadie en su sano juicio se le ocurriría decir, ante el asesinato de una mujer a manos de su pareja, “algo habría hecho”. Sin embargo, este tipo de argumentos sí parecen válidos para algunos cuando la víctima es occidental y el crimen es de odio: el “esto nos pasa por invadir Irak” tampoco es nuevo, llevamos oyéndolo 11 años. Primero se usó para explicar el 11-M (no importa que los atentados de Madrid se planearan antes de la invasión), y ahora vale también para París. El análisis de las causas de una masacre es fundamental cuando es punto de partida hacia una solución, pero queda reducido a vano prejuicio ideológico cuando se señala como punto de llegada.
De los escombros de París, no obstante, cabe recoger algo de luz: en las horas más bajas del proyecto federal europeo, la desgracia nos ha hecho, por fin, sentir conciudadanos. En realidad no es tal paradoja: la existencia de un enemigo exterior siempre ha sido un elemento de cohesión de los pueblos. Ahora toca combatir a ese enemigo, pero no será con diálogo. Será con cooperación policial, con labores de Inteligencia, con espionaje, con armas. Se lo debemos a los 130 asesinados. Se lo debemos al rock and roll, al fútbol, a las minifaldas, a los bares de copas: a Europa. Se lo debemos a Ernest Lluch. Hasta que solo griten, y ya no maten.
***Aurora Nacarino-Brabo es periodista y coautora de #Ciudadanos: Deconstruyendo a Albert Rivera.
***Ilustración: Blanca López-Sólorzano