Grasas saturadas: ¿No tan malas como las hemos pintado?
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Parece que, poco a poco, la demonización a las grasas y, en concreto a las saturadas, se va atenuando. Si habéis leído o escuchado información proveniente de la nutrición y la medicina más clásicas (las oficiales) habréis podido comprobar como se promueve el consumo de una alimentación baja en grasas y en especial, baja en grasas saturadas. Principalmente, este hecho se ha sustentado en el estudio de los 7 países llevado a cabo por Ancel Keys (considerado el “creador” de la actual “dieta mediterránea”) en el cual se encontró asociación entre el mayor consumo de grasa y de grasa saturada con unos mayores niveles de colesterol y una mayor prevalencia de enfermedades cardiovasculares.
No obstante, ya hemos explicado muchas veces que uno de los principios básicos de la investigación es que correlación no implica causalidad. Por ello, no podemos afirmar tajántemente que por el hecho de encontrar asociación entre una mayor ingesta de grasa saturada y una mayor prevalencia de enfermedades cardíacas, esto debe significar obligatoriamente que las grasas saturadas sean las culpables de tal incidencia.
Y más cuando investigaciones mucho más recientes y también observacionales, no encuentran tal relación (1) o encuentran una asociación totalmente opuesta en países como Francia (altos consumos de grasa saturada y bajos casos de fallecimientos por enfermedad cardíaca) ¿La paradoja francesa que también se trató en el estudio de los 7 países? (2)
Pero los datos más significativos los marca un estudio Cochrane publicado hace menos de un año. La investigación es, posiblemente, una de las revisiones más importantes en cuanto a grasas y salud que existen. Y sus conclusiones (aunque no tanto las conclusiones de los propios autores, que se muestran algo conservadores) rompen con las tradicionales recomendaciones: aunque la reducción de las grasas saturadas pueden mejorar de forma leve marcadores lipídicos como el colesterol total, no hay bases totalmente sólidas que demuestren que su reducción se asocie con una menor mortalidad. Luis Jiménez hizo un excelente resumen en su blog “Lo que dice la ciencia para adelgazar” y os recomiendo que le echéis un vistazo si queréis obtener las principales conclusiones sin tener que emplear unas cuantas horas en leer y tratar de comprender el estudio original.
Con esto, no pretendemos recomendar que dejéis de lado el aceite de oliva y os abracéis a la mantequilla, a la nata y al bacon. En absoluto. Más cuando una alimentación con el aporte de grasas basado principalmente en el ácido oleico (monoinsaturado) ha mostrado grandes beneficios y forma parte arraigada de nuestra cultura. Por ello pienso que, pese a esto y hasta que se consiga descifrar con total claridad el verdadero papel de las grasa saturadas en nuestra salud, las recomendaciones más sensatas que debemos seguir haciendo son las mismas: llevar una alimentación rica en verduras y hortalizas, que incluya carnes, pescados, frutos secos, aceite de oliva, legumbres, lácteos y cereales de grano entero.
Sin embargo, parece que podemos perder parte del miedo y no entrar en pánico pensando “estoy destrozando mi salud” cuando comamos alimentos como la mantequilla, lácteos grasos, algún corte de carne más graso o incluso leche de coco.
Personalmente, y ante estos datos científicos me declino a pensar que: por un lado, un consumo alto en grasas dentro de una alimentación y un estilo de vida saludable no parece ofrecer mayores desventajas (e incluso menos) para la salud que un consumo bajo; y que, por otro lado, no queda totalmente claro que la grasa saturada sea la principal culpable de todo lo que se le ha achacado, siendo posible que muchos factores (calidad general de la alimentación, ingesta de azúcares y carbohidratos refinados, estilo de vida…) interfieran y dificulten ver cuánto de perjudicial (si es que lo son) pueden ser realmente este tipo de grasas.
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