
El primer avión con ciudadanos expulsados del país por orden de Donald Trump.
Malestar en una Guardia Nacional con cada vez más hispanos por tener que ejecutar las deportaciones de Trump
El nuevo inquilino de la Casa Blanca acaba de dar el pistoletazo de salida a una de sus grandes promesas electorales, pero hay militares que albergan dudas en torno al procedimiento o arrastran dilemas éticos al respecto.
Más información: Trump arranca la "deportación masiva" de inmigrantes: más de 500 arrestados y decenas de deportados en aviones militares
Las expectativas estaban puestas en el pasado lunes. Día de la inauguración. Aunque había quien decía que martes o, a más tardar, el miércoles. Mientras tanto los titulares de prensa se iban atropellando los unos a los otros tratando de aventurar cuándo comenzaría realmente la oleada de deportaciones masivas prometida por Donald Trump. Entonces llegó el viernes y, con él, el despegue de dos aviones militares rumbo a Guatemala transportando a unos 200 inmigrantes. “Los vuelos de deportación han comenzado”, anunciaba casi al mismo tiempo la portavoz de la Casa Blanca: Karoline Leavitt.
Ambos vuelos, sumados a los 600 arrestos realizados en las últimas horas, culminan una semana plagada de preparativos técnicos. Como la adopción de nuevas directrices por parte del Departamento de Seguridad Nacional; unas directrices que dan luz verde al Gobierno para expulsar a cualquier inmigrante que, en el último par de años, haya entrado en el país acogiéndose al llamado fast-track process. Una medida pensada para acelerar la resolución de las peticiones de asilo mientras el solicitante se encuentra en suelo estadounidense. O como otorgar autoridad en materia de inmigración a varias agencias del Departamento de Justicia –incluyendo a la DEA– con el fin de aumentar el número de agentes autorizados a participar en las deportaciones.
Asimismo, este miércoles el Congreso aprobó un proyecto de ley que obligará al citado Departamento de Seguridad Nacional a detener a todas aquellas personas sin papeles que sean arrestadas por robo, por agresión a un agente de la autoridad o por cualquier delito que implique algún tipo de daño corporal. Por su parte, el Pentágono ya ha desplegado a dos millares de efectivos militares en los estados del sureste para echar una mano a la Border Patrol –el cuerpo encargado de custodiar las fronteras de Estados Unidos– y el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas ha rescindido una vieja normativa según la cual se prohibían los arrestos en las iglesias, los hospitales y los colegios.
Finalmente, el Departamento de Justicia ha emitido una orden que obliga a los fiscales federales a investigar y, si se terciara, acusar a todos aquellos funcionarios de las llamadas ‘ciudades santuario’ –poblaciones que evitan cooperar con el Gobierno a la hora de aplicar políticas anti-inmigración– que no se conduzcan en base a las nuevas leyes.
Algunas de estas medidas responden a la ambición del programa de deportaciones, que pretende expulsar a más de 10 millones de personas en los próximos años. Para cumplir la premisa, aunque solo sea parcialmente, Trump va a necesitar que prácticamente todas las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado funcionen a pleno rendimiento y sin titubeos. Motivo por el cual también ha barajado la posibilidad de involucrar a la Guardia Nacional; un cuerpo militar dividido por estados y compuesto por 435.000 uniformados.
El problema es que, pese a la amenaza de sanciones si no se cumple con el deber, no todos parecen estar por la labor de actuar según la hoja de ruta remitida desde Washington. Algunos por una cuestión de principios y otros, simplemente, por no tener muy claro en qué lado de la ley se van a encontrar si hacen según qué cosas.
“La gran pregunta es cuán legal es”, comentaba recientemente Ron Bonta, el fiscal general de California, durante un encuentro con varios periodistas de la revista Politico. “Porque si están operando legalmente no hay mucho que se pueda hacer, pero si Trump da órdenes ilegales, como ya hizo muchas veces durante su primer mandato, demandaremos como ya hicimos entonces”. Visto lo visto, a Trump esas demandas le pueden dar igual, pero a los militares de a pie que puedan verse afectados por una hipotética ofensiva legal impulsada por los gobernadores del Partido Demócrata –que controla más de veinte estados– probablemente no tanto.
“Las instituciones militares deben ser apolíticas”, explicaba un ex alto cargo de la Guardia Nacional a la misma revista antes de insinuar que algunos de sus conocidos, gente que todavía sigue en sirviendo en el cuerpo, no se sienten particularmente cómodos con la situación.
Por su parte Naureen Shah, encargada de lidiar con asuntos gubernamentales en la Unión Estadounidense de Libertades Civiles, más conocida como ACLU, una organización progresista que cuenta con bastante influencia en ciertos despachos del Capitolio, ha declarado que las fuerzas de seguridad civiles y las fuerzas armadas se han mantenido tradicionalmente separadas. Por un motivo: “A la gente le parecería sumamente ofensivo que las fuerzas armadas se conviertan en una especie de ejército personal del presidente”. “Hoy son los inmigrantes, pero mañana pueden ser los manifestantes de tal o cual protesta y pasado mañana al que le toque convertirse en el enemigo interno”, añade. “Es una pendiente muy resbaladiza”.
No obstante, esa pendiente se ha recorrido con anterioridad. Lyndon Johnson, del Partido Demócrata y presidente del país entre 1963 y 1969, ya movilizó a la Guardia Nacional –concretamente a la Guardia Nacional de Alabama– para proteger a quienes se estaban manifestando a favor de los derechos civiles en 1965.
Por no hablar de la Ley de Insurrección; una normativa aprobada en 1807 que permite al inquilino de la Casa Blanca utilizar a las fuerzas armadas para hacer cumplir las leyes nacionales. Se ha convocado en, al menos, dos ocasiones: entre los años 1953 y 1961, durante la presidencia de Dwight D. Eisenhower, para obligar a terminar con las leyes de segregación y en 1992, durante la presidencia de George H.W. Bush, para finiquitar aquellos famosos disturbios que tuvieron en jaque a la ciudad de Los Ángeles durante una semana.
De hecho, Trump ya amagó con recurrir a la Ley de Insurrección al final de su primer mandato, cuando las protestas surgidas a partir de la muerte de George Floyd desembocaron en todo tipo de razias y tumultos.
Y luego están, claro, aquellas personas que no quieren comenzar a deportar inmigrantes de forma más o menos indiscriminada por una cuestión ética. “No quiero que me vean como a un miembro de la Gestapo”, le decía, amparándose en el anonimato, otra persona vinculada a la Guardia Nacional a los reporteros de Politico.
La existencia de ese tipo de dilema tampoco supone una novedad. Cuando en abril del 2018, durante el primer mandato de Trump, entró en vigor la llamada Política de Tolerancia Cero –pensada para encerrar a cualquier inmigrante que cruzara ilegalmente la frontera y que desembocó en la famosa separación de familias–, algunos miembros de la Border Patrol deslizaron críticas. A fin de cuentas, una cosa era la protección de la frontera y el impedir el paso de los indocumentados y otra separar a los hijos de sus padres para tratar de lanzar un mensaje a los inmigrantes: no tratéis de entrar.
En aquel entonces el 51% de los 20.000 agentes que conformaban la Border Patrol eran de origen latino. Es harto probable que tanto el número total de uniformados como ese porcentaje hayan aumentado en los últimos siete años. Queda por ver si dicha ecuación determinará, de un modo u otro, el desarrollo de las deportaciones.