La división en el Partido Republicano no es una noticia como tal ni es algo nuevo en los grandes partidos políticos estadounidenses: siempre hay “mavericks” que luchan contra el sistema desde el propio sistema y que basan su carrera política en el supuesto compromiso con sus votantes más radicales y no con las mayorías o minorías nacionales. Otra cosa es que esa división se haga tan pública y tan a cámara lenta como en la elección de Kevin McCarthy para el puesto de presidente de la Cámara de Representantes.
McCarthy, líder de la minoría republicana en la Cámara durante el período 2019-2023 y de la mayoría en las dos legislaturas anteriores (2015-2019), lleva prácticamente una década ejerciendo de rostro visible del republicanismo en el Congreso sin conseguir el puesto que siempre ha ansiado, el de “speaker”, en la terminología anglosajona. Ha sabido ganarse a los candidatos pro-Trump con su cuestionamiento de los resultados de las elecciones de 2020, es un reconocido antiabortista y se ha opuesto una y otra vez, especialmente durante los últimos años de la administración Obama, al exceso de gasto por parte del gobierno. En principio, no debería haber conservador en Estados Unidos que no lo viera como un candidato ideal.
Solo que Estados Unidos y especialmente el conservadurismo en Estados Unidos lleva años pasando por muchas turbulencias. McCarthy es lo suficientemente liberal en lo económico y lo suficientemente conservador en lo social incluso para los trumpistas… pero no lo es para determinados miembros escindidos del autodenominado “Caucus de la Libertad” o “Freedom Caucus”. Como decíamos antes, estas disensiones no son nada raro. Sin ir más lejos, en 2021, Nancy Pelosi fue elegida con solo 216 votos de los 222 congresistas demócratas. Dos compañeros de partido votaron otras opciones, otros dos prefirieron no votar para no tener que apoyarla y dos más ni siquiera aparecieron por el Capitolio.
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Lo que cambia ahora respecto a hace dos años es que la mayoría de los republicanos en la Cámara es demasiado débil como para permitirse disensiones internas y la política estadounidense está demasiado dividida como para esperar consensos con el Partido Demócrata. En ese sentido, lo que en otro momento habría sido un pequeño desencuentro solucionable mediante la acción del “whip”, encargado de captar voluntades a cualquier precio, se ha convertido en el mayor desacuerdo en la historia de las instituciones democráticas estadounidenses desde 1923, la última vez que no se eligió un presidente en primera votación.
Aunque ya decimos que siempre ha habido disensiones internas -en 2014, el citado “Freedom Caucus” a punto estuvo de retirar su apoyo a John Boehner-, estas se habían resuelto siempre lavando los trapos en casa. Había un cabecilla, un grupo alrededor, unas demandas específicas… y la mayoría hacía lo posible por satisfacerlas. La deriva populista del Partido Republicano ha hecho eso imposible en 2023. Hay demasiadas facciones y demasiado individuales como para ponerlas de acuerdo con una propuesta común. Ni siquiera Trump, amigo de McCarthy, ha conseguido convencer a todos sus candidatos de America First para que voten al congresista por California.
“Washington está podrido”
El caso más paradigmático tal vez sea el de Matt Gaetz, representante por Florida y uno de los más fervientes seguidores del expresidente. Desde un principio, se opuso a la candidatura de McCarthy y en la primera votación se mantuvo fiel a sus palabras. Lo que nadie esperaba era que se le unieran hasta dieciocho republicanos. Es cierto que ya en la votación interna para elegir candidato a McCarthy hubo 31 congresistas republicanos que votaron en su contra y a favor de Andy Biggs, senador por Arizona, pero aquello parecía un aviso más que otra cosa. Era difícil pensar que derivara en una auténtica rebelión.
El hecho de que hasta cuatro congresistas votaran en primera vuelta por el ultraconservador Jim Jordan, congresista por Ohio y aliado confeso en esta ocasión del propio McCarthy, solo añade más picante al esperpento. Apremiado por la situación, Jordan ofreció en el intermedio un apasionado alegato en favor de McCarthy. Como resultado, esos cuatro votos se convirtieron en diecinueve en la segunda votación, aglutinando toda la oposición que él mismo acababa de criticar. Jordan fue uno de los líderes de la revuelta que obligó a McCarthy a renunciar a su candidatura en 2015 y llevó a Paul Ryan a presidir la cámara. De aquellos polvos, llegan estos lodos.
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Entre consejos de Steve Bannon, apelaciones a la “libertad” de los congresistas frente a la tiranía del partido y el empeño en menguar las atribuciones tanto del presidente como del congreso en sí para limitar a su vez el poder del estado federal sobre las distintas circunscripciones –“Washington está podrido” fueron las palabras con las que el congresista Andy Biggs, supuesto líder del grupo rebelde y expresidente del citado “Freedom Caucus”, presentó su candidatura-, los republicanos se han encontrado entre sus filas a un grupo de políticos realmente incontrolables. Solo responden ante sí mismos, no entienden de negociaciones. Son maximalistas en el peor de los sentidos.
Las consecuencias del fracaso electoral
En el fondo, se les podría acusar tranquilamente de “antisistemas”. No creen en la democracia participativa tal y como está planteada desde hace dos siglos y medio en Estados Unidos y optan por una democracia directa, en la que “el pueblo” decide sin tener en cuenta a los “poderes fácticos”. La apelación constante a la libertad es en realidad una apelación al dogmatismo de cada uno, sin intervenciones federales ni intermediaciones molestas. Un ataque directo a la política como forma de entendimiento y consenso.
Esta deriva del Partido Republicano viene de lejos, como mínimo desde la formación del llamado “Tea Party” en 2009, recién elegido Barack Obama como presidente del país. Frente a modelos más institucionalistas y clásicos como los de Reagan o Bush padre e hijo -aunque el segundo ya abrió algunas puertas que ahora le gustaría cerrar a círculos en exceso conservadores-, el populismo ha ido adentrándose en el GOP hasta convertirlo en irreconocible. A la derecha del “Tea Party” surgió el “Freedom Caucus” y a la derecha del “Freedom Caucus”, los chicos de Andy Biggs y su insaciable inconformismo.
Nada de esto habría pasado, como afirmaban algunos de los involucrados, si los republicanos hubieran conseguido la mayoría a la que aspiraban, una mayoría como la que sí consiguió el Tea Party en las legislativas de 2010. Sin embargo, aquí entramos en un círculo vicioso: si los republicanos no consiguieron esa mayoría, especialmente en los llamados “swing states”, que oscilan en su voto entre un partido y otro, fue porque en demasiadas ocasiones acudieron divididos. Los de Trump contra los de McConnell contra los de Cheney y así sucesivamente.
Toda esa desunión implícita ha acabado explotando. Queda por saber cómo se las apañará la mayoría republicana (al fin y al cabo, 203 congresistas sí que votaron por McCarthy en la primera vuelta) para convencer a esta díscola minoría. ¿Bastará con promesas de cargos y comisiones o necesitarán cambiar al candidato de nuevo? Como decíamos, McCarthy ya se vio en estas en 2015, cuando tuvo que retirar su candidatura. Ahora, ha prometido luchar hasta el final. Mientras tanto, el Congreso queda paralizado. Sin “speaker”, no se puede iniciar ninguna acción legislativa de ningún tipo. La administración Biden, obviamente, encantada.