Se asume habitualmente que la mejor manera de ganar unas elecciones es apelando a la transversalidad sin dejar de lado los valores propios. Se asume porque parece lo lógico: si los míos me votan y consigo que los otros al menos no voten a los suyos, ya tengo bastante ganado. Otra alternativa, sin embargo, es la tribal, con un punto en ocasiones religioso o, más bien, sectario. El sentimiento de unidad y de grupo en torno a una idea o de un líder que se haga tan fuerte que arrastre al número suficiente de fieles en su dirección, convencidos de que no hay alternativa posible más allá de cualquier hecho o cualquier dato.
El partido republicano estadounidense tiene ejemplos de líderes victoriosos que representan ambas sensibilidades. De un lado, probablemente podríamos poner a Ronald Reagan, su candidato más exitoso, pero también a su vicepresidente George H. Bush y al hijo de este, George W. Bush. Entre los tres, estuvieron veinte años en la Casa Blanca.
Aunque el Estados Unidos de 1980 no era el mismo que el de 2004, sí se puede trazar una cierta línea de continuidad entre los tres presidentes: un conservadurismo firme pero amable, con respeto a las reglas del juego, consideración de Estados Unidos como un gran país precisamente por ese respeto a las reglas y enfoque en los aspectos más liberales de la economía sin caer en demasiados proteccionismos.
Del otro lado, tendríamos quizá a Richard Nixon, que duró un mandato y medio, y desde luego a Donald Trump, quien, a sus 75 años y pese a no haber militado en el GOP durante la mayor parte de su vida, sigue establecido como la gran referencia tanto para los votantes como para los demás candidatos locales del Partido Republicano. Nixon y Trump han compartido incluso asesores -Roger Stone- y su acción política consistió y consiste en un continuo "conmigo o contra mí". Esa política agresiva y tremendamente exigente en términos de lealtad personal es esquivable si uno es votante, porque siempre tendrá otra opción, pero, ¿qué se puede hacer cuando anega un partido?, ¿dónde deja a los representantes de ese partido, qué opciones les deja?
El meollo de la cuestión: noviembre de 2020
Durante los cuatro años de la presidencia de Donald Trump, el GOP fue un puño cerrado de apoyo al líder. Es lógico y sucede en todos los partidos cuando las cosas van bien. Por supuesto, Trump tenía críticos entre los republicanos que podríamos llamar más 'reaganistas', como el difunto John McCain o el propio George W. Bush, pero eran una aplastante minoría respecto a los entusiastas. Lo chocante es que ni siquiera la derrota electoral de noviembre de 2020 haya cambiado las cosas: Trump perdió contra Biden por siete millones de votos, que no es poca distancia, pero no parece otearse en el horizonte un candidato alternativo para 2024 -Trump tendrá la edad que tiene ahora Biden- y, lo que es peor, nadie parece querer postularse demasiado pronto.
La definición del 'trumpismo' es complicada. No responde a cuestiones ideológicas sino más bien sentimentales. Es un discurso permanentemente a la contra y que se nutre del supuesto agravio ajeno. Todo se explica a través de la maldad de los demás y se llegan a extremos como el de John Eastman, abogado de Trump, cuyos esfuerzos por convencer a Mike Pence de que anulara los resultados electorales, según registran Bob Woodward y Robert Costa en su nuevo libro, Peril, resultan estremecedores…aunque no nos resulten del todo ajenos, pues al fin y al cabo sigue paso a paso lo que ya hemos oído en boca de Rudy Giuliani y tantos otros.
Lo que pone los pelos de punta es verlo negro sobre blanco con la explicación legal de un jurista reputado. El plan era el siguiente: a la hora de abrir los votos de los colegios electorales de los distintos estados, Mike Pence, presidente del Senado y vicepresidente del propio Donald Trump, debía eliminar los de los siete en los que Trump estaba presentando batalla legal por supuesto amaño -Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Georgia, Carolina del Norte, Arizona y Nevada- y a continuación hacer el recuento del resto de votos electorales (lo que daría la victoria a Trump)…o pasar la cuestión al Congreso, donde la mayoría republicana que aún se mantenía en enero de 2021, decidiría que Trump tenía razón y le daría cuatro años más de mandato.
Cuando la derrota afianza a un líder
Si eso no es un golpe de estado, se le parece mucho. Cuadra con la supuesta petición del aún presidente al Fiscal General, Jeffrey A. Rosen, de anular las elecciones. Si antes comparábamos a Nixon con Trump, hay que comparar ahora las consecuencias de sus actos: "Tricky Dicky" organizó una red de espionaje para obtener ventaja en unas elecciones que tenía ya ganadas. Por ello, pagó con un proceso de “impeachment” que culminó con su dimisión y su retirada práctica de la política después de treinta años en primerísima fila.
Cuarenta y cinco años después, las acciones de Donald Trump para revertir directamente el resultado de un proceso electoral aprovechándose de su condición de presidente de la nación no solo no parece que vayan a ser castigadas legalmente, sino que han reforzado su condición de líder espiritual de decenas de millones de estadounidenses. Es normal que en el GOP haya voces que alerten de esta deriva. No es normal que se las acalle continuamente o que se vean obligados a rectificar ante las presiones de una turba informe.
Pongamos el ejemplo de Mike Pence, el hombre que, en realidad, salvó a Estados Unidos de una situación límite el 6 de enero de 2021 al negarse a atender las peticiones de Trump y sus muchos abogados. Pence es un republicano de la vieja escuela. Un hombre tremendamente conservador que, como gobernador de Indiana, bajó los impuestos, penalizó el aborto y aprobó una ley de apoyo a la religión. Lo que hacen los republicanos conservadores, vaya. Lo que probablemente habría hecho el propio Ronald Reagan. Sin embargo, Pence ha caído en desgracia. Es un traidor, sin matices. Así se lo hacen saber continuamente allá por donde va en su intento de calmar las aguas para tantear una posible candidatura en 2024.
Mike Pence salvó a Estados Unidos de una situación límite el 6 de enero de 2021 al negarse a atender las peticiones de Trump
Mitch McConnell, piedra de toque
Pence sería uno de esos a los que Trump regala el mote de “RINO" –“Republicanos solo de boquilla”, diríamos en castellano-. En otras palabras, todo aquel que se niegue a reconocer que a Trump le robaron las elecciones de 2020 y se las robaron en siete estados y por un margen total, insisto, de siete millones de votos populares.
En una encuesta reciente de la CNN, el 63% de los votantes republicanos afirman que Donald Trump debería liderar el partido y el 60% no solo apoya la tesis del robo electoral, sino que lo considera un requisito para ser “un buen republicano”. Curiosamente, solo el 51% cree que Trump debería ser el candidato en 2024. Tal vez por una cuestión de edad o tal vez por lo que comentábamos en el primer párrafo: una cosa es construir una tribu, otra cosa es ganar unas elecciones.
El siguiente objetivo de Trump, según informa la propia CNN, parece ser Mitch McConnell, el líder de la minoría republicana en el Senado, probablemente el cargo político más relevante dentro del GOP. McConnell, de 79 años, puede ser la medida de hasta dónde puede llegar Trump dentro de su partido.
Es la gran piedra de toque. Senador por el muy conservador estado de Kentucky durante los últimos treinta y seis años -el senador en activo más longevo de todos los que acuden al Capitolio-, McConnell ha sido el líder de las distintas minorías y mayorías republicanas desde el segundo mandato de George W. Bush, cuando en 2006 perdió el control del Senado, anticipando lo que sucedería en 2008.
McConnell es un mito para los senadores republicanos. Una figura legendaria. Durante años, se dedicó a lo que Frank Underwood puso de moda en la serie de ficción 'House of Cards': la figura del 'whip', el hombre encargado de conocer a cada uno de los senadores, y asegurarse de que aprueban o rechazan tal o cual medida. El hombre que determina mayorías o minorías. Obviamente, eso genera una catarata de favores debidos y de información comprometida, no hace falta suscribirse a la HBO para suponerlo. Si Trump 'tumba' a McConnell, puede tumbar a cualquiera. De momento, nadie se atreve a hacer ningún movimiento en su contra… pero Trump no da la batalla por perdida. No suele hacerlo nunca, por otro lado.
Paul Ryan y la vuelta al "reaganismo"
Hace unos meses, Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes de 2015 a 2019 y candidato a vicepresidente del país en las elecciones de 2012 junto a Mitt Romney, pedía a su partido que olvidara a Donald Trump y volviera a Ronald Reagan. Reagan se retiró de la política tras dos victorias apabullantes -la última en 1984, cuando ganó todos los estados en juego al demócrata Walter Mondale, salvo Minesota- y un cierto consenso popular en torno a su figura, tal vez por su tono tranquilo, sus dotes de actor, su sonrisa constante o su avanzada edad.
Reagan ha sido el faro del Partido Republicano durante décadas y, de paso, de la derecha neoliberal en todo occidente, junto a su aliada Margaret Thatcher. Ryan sabe lo que dice cuando pide volver a eso y dejarse de populismos y egoísmos. Lo que no está claro es que se esté dirigiendo al mismo electorado: el de Reagan creía en un sentido de la libertad individual que, dentro de los límites de la constitución, daba sentido a la estructura social. Siendo, como todos los presidentes estadounidenses, un convencido nacionalista, sabía que su enemigo estaba fuera: en la Unión Soviética… y que le estaba ganando la batalla a pasos agigantados.
Trump hace de la libertad una especie de anarquía que, en el fondo, vuelve a funcionar como rebaño en favor de sus tesis. No admite la discrepancia y no deja de buscar enemigos internos. En nombre de la libertad, apela a la sumisión. Explicarle al señor de los cuernos que tomó el puesto de los oradores en el Senado consideraciones político-económicas relacionadas con las ventajas de determinadas medidas laborales parece absurdo. Ese señor quiere ver a Nancy Pelosi colgada de un árbol. ¿Por qué? Porque es el enemigo, sin pararse mucho más a pensar.
Demasiado pronto para las encuestas
Las encuestas aquí no nos sacan demasiado de dudas: de entrada, porque quedan tres años para los comicios y no sabemos ni quién se presentará. Todo apunta a que Joe Biden dará un paso a un lado a sus 81 años y dejará el camino libre a Kamala Harris, un perfil muy distinto. La encuestadora Rasmussen, de tendencia republicana, da ventajas a Trump de hasta diez puntos con Biden y trece puntos con su vicepresidenta. Remington Research amplía esa ventaja a diecinueve, lo cual, a nivel de voto popular parece disparatado.
De momento, quizá lo más representativo de la situación actual se pueda apreciar en la encuesta del Emerson College del pasado 1 de septiembre: Biden aplastaba a los candidatos más moderados dentro del GOP como De Sanctis o el propio Mitt Romney… pero perdía por los pelos contra Donald Trump. Todo está muy reciente y los ánimos, demasiado encendidos. Tendrá que pasar el tiempo para que los republicanos terminen de ver qué es lo que realmente quieren: si hacer caso a Paul Ryan o seguir con el Q-Anon hasta sus últimas consecuencias. Entonces, y solo entonces, será más fácil sacar conclusiones.